jueves, 7 de junio de 2007

Del pudor vengativo

El primer atropello flagrante de tu intimidad, el decoro, la propia imagen, y todo eso, es la ecografía. El señor o la señora ecógrafa es un impúdico paparazzi que tiene una cámara que para sí lo quisieran los del diez minutos, que te mira tan adentro como nadie el resto de tu vida lo volverá hacer. Te mirarán con desprecio, de arriba a abajo, con curiosidad, con desconfianza, con envidia, con interés, con asqueante lascivia, interrogadoramente, con súplica; en todos los casos, desearían ver qué tienes por dentro, en la cabeza, en el alma o bajo la ropa. Pero nadie llegará tan lejos como el aparato mágico que te cuenta las costillas, te mide el fémur, te escanea buscando anormalidades, te comprueba cómo te late el corazón (muchos otros querrían saberlo en el futuro: si tienes, y cuándo late más deprisa).

Pero cuando ayer llegó el momento decisivo en el que miran tus entrañas, en el que descubres tu tesoro, ese que te marcará media vida sin beberlo ni quererlo, ahí dijiste no. Cerraste las piernecitas, dijiste un amniótico "no comment" , y el cotilla indecente y los padres curiosos se quedaron con un palmo de narices. Menudo rebelde nos espera, bien pronto manifiestas tu independencia, tu derecho al espacio. No sé todavía quién eres, hermos@, pero ya me caes bien.

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