jueves, 3 de febrero de 2011

Un tren, hace 50 años

Debió ser un tren de los que echaba humo y carbonilla, de los que cuando se entraba en un túnel, se hacía la oscuridad. El compartimento general, el de tercera, debía de tener bancos de madera clavados al suelo, de madera también probablemente. Las luces debían ser carburos, sujetas a las paredes; un revisor de cara alargada pasaría de cuando en cuando mirando con desprecio a los alborotadores pueblerinos camino de la gran ciudad.

El tren hacía el recorrido de Badajoz a Madrid en más de 10 horas, con muchas paradas. En ese tren, que hizo buena parte del recorrido de noche, viajaba mi madre hace poco más de 50 años. Viajaba con una papeleta blanca, que al parecer era la autorización para que una menor viajara sola en tren y llegara a Madrid. Ese papel era su más preciada posesión, el no tenerlo significaba problemas, la vuelta forzada a un pueblo donde la vida era ya muy difícil. Huérfana, obligada a dejar los estudios, los bocados del hambre no podían con la energía de unos 16 años valientes y curtidos. Siempre dispuesta a la fiesta, acostumbrada a las largas caminatas en busca de los bailes en los pueblos vecinos, habituada al trato campechano, desinhibido pero honesto con jóvenes de su edad, no era una timorata y asustada niña de provincias la que estaba en ese tren en compañía de su amiga.

Pero la inquietud debía de estar allí. El dolor y el pesar al echar la vista atrás y recordar cómo había perdido a sus padres en unos pocos años, aniquilados por enfermedades que no eran otras al final que el hambre y el trabajo duro. En Madrid esperaba la pariente de un pariente, que trabajaba en una casa en el servicio doméstico, la posibilidad de un trabajo en alguna familia, limpiando o cuidando niños en el mejor de las casos. La visión de una ciudad grande, oscura y anónima, que tragaba y digería todos los días oleadas de emigrantes del campo no debía de pasar por su mente llena de optimismo.

El viaje resultó de todo menos aburrido. La coincidencia en el gran y diáfano vagón con una escuadra de reclutas que volvían de un permiso amenizó la noche. No pararon las canciones y las bromas. En mi imaginación no es muy difícil ver aquellas caras antiguas, casi sin expresión todavía, casi puedo oir las palmas, respirar el humo de los tabardillos infumable de los soldaditos, quién sabe si alguna picaresca insinuación, alguna inocente broma picante.

Al llegar a Madrid, ya amanecía tímidamente. Como para acentuar el contraste con la árida y siempre sedienta tierra de Badajoz, una tremenda nevada cubría el Madrid de los tranvías, que aún se despertaba a mitad de la noche con la pesadilla aún no olvidada de los bombardeos. Ya en la ciudad, desconocido aún para ella, dormitaba con sus jóvenes manos ya gruesas y llenas de sabañones mi padre, en alguna habitación compartida con otros muchos refugiados de aquella España que ya era vieja y antigua. Con paciencia, con humildad, en aquella ciudad primigenia ya estaba todo preparado para nosotros, la siguiente generación, que creceríamos ajenos a aquellos trenes de museo, surcando y ahumando el vacío campo de Castilla.