martes, 22 de junio de 2010

La graduación

Era subir por un estrado hecho a mano, recibir del profe una medalla hecha de cartón ondulado, un birrete, y bajar por el otro lado. En los ensayos todo había salido perfecto. Pero yo sabía que mi pequeña lo iba a pasar fatal, con todos esos padres mirando. Lo estaba yo pasando fatal antes que ella. Allí estaba, sentada entre los compañeros, viéndolos subir, tan tranquila, pero cuando la llamaron se derrumbó. La han tenido que llevar en volandas, ponerle sus condecoraciones, y bajarla. Desde mi sillita le he abierto los brazos; poco a poco, mirando con recelo a sus profesores, y sin dejar de llorar y meterse los dedos en la boca, se me ha ido acercando, hasta que con una pequeña carrerita se me ha echado en los brazos. He sentido claramente a mi corazón convertirse en un croissant.

Que conmovedor y qué duro es verse reflejado en los hijos. Sobre todo cuando sabes perfectamente por lo que está pasando y lo que le queda por pasar. Con el doble de edad que Ana tiene ahora, fui al cole por primera vez. En la primera semana me escapé dos veces. Mientras estábamos en la fila que hacíamos a la entrada, me descolgaba y empezaba a correr con todas mis fuerzas hasta que llegaba a casa. Mi primer año fue una tortura inexplicable. Pero lo que más me aterraba eran las fiestas. Por Navidades me escapé otra vez, entre la música de los altavoces y las guirnaldas. Ni los más veloces de la clase lograban pillarme. Atravesaba las carreteras (!Dios mío, las carreteras, afortunadamente pasaban entonces pocos coches!), y llamaba a casa. Mi madre ya había reconocido mis pasos en la escalera. Qué reconfortante, qué placidez y qué inmensa tristeza y soledad sentía!. Algo así he visto hoy en esta pequeña, tímida y temblorosa criatura.

Pero tiene su lado bueno. Sabes que cambiará por fuerza, como cambié yo, al menos por fuera, al menos disimulas y aprendes a disfrutar de los momentos de sociedad. Y como padre, te sientes halagado y privilegiado, porque eres de los pocos que ves a Ana de verdad. En la intimidad del hogar, eres de los pocos que recibes la bendición de su tremenda risa, de su carcajada incontenible y contagiosa. Eres de los elegidos que conoce el tono suave de su vocecita, y de sus pequeñas frases. Solo a ti se te ofrecen esos exquisitos bombones, solo a ti te regala sus tesoros. Sientes recaer sobre ti, cuando al fin te localiza con la mirada, su amor desesperado, y todo en su cuadrado mundo recobra entonces el sentido. Es una responsabilidad muy grande ser Dios y razón de su existencia. Es un trabajo duro y exigente, que no admite treguas ni paradas.


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P.D. Me voy de vacaciones, compañeros. Dejo para la vuelta la continuación del post anterior. Un beso a todos

viernes, 11 de junio de 2010

Los vagos, los mentirosos y los egoistas (I)

Recomiendo arduamente la lectura de libros de ciencia. No pseudociencia, ni de conspiraciones mundiales, solo ciencia divulgativa, pero asentada, adecuada al nivel que cada uno tenga. Del tema que os parezca: física, matemáticas, meteorología, biología. Es una lectura absorbente, que exige concentración, pero que como contrapartida ofrece el sosiego de las ciencias exactas, la distancia relativizadora que te aporta sobre los problemas cotidiano-mundiales, y, en algunas ocasiones, un punto de vista cuasi-filosófico muy productivo.

Decidido a rellenar algunas lagunas en cuanto a genética, compré El gen egoísta, de Richard Dawkins, sin saber que estaba comprando un libro fundamental y muy polémico en cuanto a biología evolutiva, un clásico cuyo punto de vista novedoso sobre los mecanismos de la selección natural significó un cambio de paradigma en el modo de entender la evolución darwiniana. Me he quedado con mis lagunas en genética, pero me lo he pasado en grande.

De las muchas ideas fundamentales de este libro, la primera es que, para Dawkins, la unidad básica de la evolución no es la especie (un individuo no hace algo por que sea bueno para la especie), ni el grupo (un individuo no hace algo por que sea bueno para la especie), sino el propio individuo (un individuo hace algo por que es bueno para él). Evidentemente, todo se hace de forma no consciente. Si el individuo tiene rasgos que le son favorables, tendrá éxito en la reproducción y prosperará. Pero un individuo tiene rasgos o comportamentos en base a lo que hay codificado en sus genes, que son la verdadera unidad básica sobre la que actúa la selección natural. En un principio, todo eran genes sueltos (moléculas de ADN, para ser más exactos), pero poco a poco, llegaron a cooperar y agruparse con tal que, egoistamente, tal cooperación fuera buena para ellos. Así construyeron las sofisticadas máquinas de superivencia que somos vosotros y yo. Dawkins llega a decir que el concepto de individuo puede ser una convención, ya que vosotros y yo somos una comunidad de organismos más o menos desarrollados, que actúan tan conjuntamente que ya es imposible diferenciarlos.

(Continuará)