martes, 29 de abril de 2008

Batir de alas

El funcionamiento de la memoria es fascinante. Va completamente por libre, decide lo que conserva y lo que borra a su antojo. Ojalá pudiéramos decidir lo que queremos guardar y lo que no: quién no se ha lamentado de aquel interesantísimo artículo sobre algún tema, después de su lectura considerarse un experto en la materia, para unas semanas después no recordar absolutamente nada y volver a ser tan ignorante como antes. Y en cambio, algún dato absurdo persiste en la cabeza rondando. Pero la parte más extraña y maravillosa es la memoria sensorial y afectiva, esa que no recuerda exactamente un hecho concreto, sino miles de ellos, que condensa años de vida y sensaciones en un solo estremecimiento.

El desencadenante, como aquella magdalena de Proust ya tan famosa, es un objeto o suceso aparentemente sin importancia, que despierta un mago dormido en las cavernas sensoriales de la cabeza, y que está ligado íntimamente a lugares tan profundos de nuestro yo, que se escuchan removerse allá abajo oscuridades que tocan espacios tan íntimos que aún no tienen nombre. La memoria es un desierto polvoriento, y un ligero batir de alas levanta un torbellino que nos deja varios días pasmado, viviendo entre hoy y ayer, oliendo de nuevo rosas que marchitaron hace mucho tiempo.

jueves, 24 de abril de 2008

¿Un poco de dolor será bueno?

Bienvenidos a otra cita con mis desvaríos descontrolados. Hoy empiezo con una idea rara: un poco de dolor, un poco de incomodidad, un obstáculo leve, son necesarios para la felicidad, o una vía para sentirla. Tal peregrina ocurrencia me viene a la cabeza, porque hoy me encuentro bien. He estado unos días pachuchín con el estómago, con unos pinchazos horribles que me torturaban bastante. De ahí pasó a un sueño horrible y a un cansancio mental y físico muy pronunciado. Además, tenía la tensión alta. El estado de malestar general tiene consecuencias filosóficas imprevistas, y tu manera de ver las cosas y de ver la vida se ve alterada en breve espacio de tiempo. Donde antes veías espacios de esperanza hoy ves largos y agotadores caminos.

Pero hete aquí, que si la dolencia por fortuna es leve, y un poco de dieta y contención son suficientes para superarla, que te encuentras bien de la noche a la mañana. Y la alegría, la energía, y una preciosa mañana entran a raudales. Tienes como las puertas del alma y la mente abiertas de par en par, no encuentras freno al ingenio y a las ganas, y además te meas de la risa.

¿Será este el secreto que esconden los amantes del sadomasoquismo, una perversión de otro modo indescifrable para los no practicantes? ¿Será que el placer que encuentran en estas prácticas se halla no en el dolor, sino en el momento en el que al fin cesa? Caviladlo, veréis que tontería. Feliz jornada a todos. Os deseo, finalmente, un moderado dolor de estámogo a todos.

martes, 15 de abril de 2008

Hoy toca clase de economía

Detesto las crisis económicas. Cuando no era funcionario, porque peligraba el puesto de trabajo, y ahora que lo soy, porque me siento un poco culpable de esta red de seguridad, que nos permite seguir desarrolando este trabajo económicamente irrelevante al que me dedico. El trabajo de funcionario central está mal pagado, no es muy gratificante, tiene mala imagen y todo eso de que nos quejamos tanto mientras tomamos café, pero se nos olvida que pagándonos el café está un señor que gana lo justo y que vive con una espada invisible que le puede caer y hacer mucho daño. Con lo cual vive como puede, y no le queda ni el beneplácito de la queja confortable que tenemos nosotros. O si no, mirad lo que dice una nueva bloguera amiga mía.

Cada nueva crisis es especial y distinta y se puede contemplar desde puntos de vista muy lejanos al económico. Dejadme que desvaríe:

Economía humana. Hace mil años hice un curso de macroeconomía, muy interesante, de verdad. Allí nos explicaron algo que me dejó perplejo. Una de las variables más importante que definía el devenir de un país eran las expectativas, es decir, lo que la gente de la calle pensara de si las cosas iban mal o bien. Es ese sentimiento, informado o aleatorio, consciente o inconsciente, el que hace tambalear los cimientos de la economía. ¿Cómo si no se explica que un no se qué subprime de no sé qué cosa rara que hacen en las hipotecas de EEUU haya tumbado en tiempo record el sector de la construción español? Lo que pasa es que llevamos tanto tiempo diciendo que esto tiene que parar que el insconciente colectivo ha dicho: "ah, esto que ponen en la tele de las subprimas debe ser la hostia de malo". Y de repente todos nos hemos dado cuenta de que no podemos pagar los precios que nos piden por las casas, y los bancos han caído en la cuenta de que, además de pagar letras, nos tiene que sobrar algo de dinero para vivir.

Economía racional. Esta puñetera crisis que se va extendiendo por todos los sectores puede que tenga algo bueno: que la locura colectiva que nos hace ver como normal que los pisos cuesten 70 millones (una ganga), que nos hipotequemos hasta las cejas hasta 2 generaciones, y, sobre todo, que hasta el más tonto y humilde trabajador sueñe con comprar y vender pisos, que todo eso se cure y que empecemos otra vez a considerar todos un poco el concepto originario de "casa": sitio donde vivir, donde ser uno mismo, donde desarrollar ese lado íntimo que solo existe ahí, un lugar donde fundar una familia, una dinastía, y no un bien que gana con el tiempo y del que puedo sacar n veces su valor en tiempo record, e irme a otro piso, etc.... Que por fin dejemos de ver carteles y de oír a tu amigo de toda la vida decir que es una inversión. Una casa no es una maldita inversión, es un sitio para existir y cobijarse cuando hace mal tiempo. Coño

martes, 8 de abril de 2008

La plaza

Cuando tengo la oportunidad de pasear en solitario por el barrio de mi infancia, la melancolía entra al asalto. Los recuerdos de la infancia suelen concretarse en sensaciones más que en la reconstrucción de un hecho u otro. Sensaciones físicas con reflejos emocionales. Por eso el vértigo es más grande cuando con mis ojos de adulto constato la decadencia imparable, que raya en la decrepitud, en que viven las calles donde pasé mis primeros años.

Mi barrio está viejo. Los bloques, desordenados, como se construían allá en los ensanches de los 70, parecen pequeños. En los descampados, que aún sigue habiendo bastantes, donde yo jugaba al balón hoy crecen hierbas que nuestros pies no hubieran dejado nunca crecer. En mi antiguo barrio hay muchísimos más coches que cuando yo vivía allí, pero no hay niños. O al menos no están en la calle. El cole donde iban algunos de mis amigos ya no ejerce, pero los edificios continúan aún, con cristales rotos, y en las rajas del cemento de los patios, crecen unas hierbas insolentes que añaden aún más abandono.

Pero lo que más me impresiona son las tiendas cerradas. Lo que fueron pequeños establecimientos de ultramarinos, papelerías, tiendas de ropa, hoy están cerradas o son locutorios. Mi infancia ajetreada y tumultuosa está ahí, alrededor de esas tiendas y puestecillos de chucherías. Pero lo que más me impresionó ayer fue la plaza.

La plaza estaba oculta entre un grupo de edificios. Era un lugar de reunión de fin de semana. Tenía dos bares, y la parroquia se sacaba las bebidas fuera cuando hacía buen tiempo. También había una tienda de reparaciones de calzado, una droguería, el primer videoclub. Los chicos merodeábamos por allí a menudo, y cuando fuimos un poco más mayores, íbamos al bar, a jugar a las máquinas. Hoy no hay nada, es espeluznante. ¿Ya eran así de viejos y pequeños los edificios en esos años? El barrio se encoge como un anciano acechado por una enfermedad lenta. Parece que espera que todos se vayan para que una apisonadora enorme se lo lleve todo y un nuevo barrio venga a ocupar su lugar.