viernes, 19 de diciembre de 2008

Polonia

A la salida del cole de Héctor, hemos compartido camino con Dawid, un niño alto, muy inquieto, con los ojos azules. Su madre, creo que se llama Nina, es una mujer enorme, con los ojos igual de azules. Es polaca. Les he preguntado qué van a hacer en Navidad, si van a salir. Pensaba yo inocentemente en el retorno a su país, a ver a la familia, conjurando ese sueño navideño de los turrones Almendro, que vuelven a casa por Navidad, tan bonito.

La respuesta me ha conmovido. Dawid y su familia no vuelven a casa por Navidad, aparte de por el dinero, porque les resulta muy doloroso. La vuelta es muy difícil, y retomar después de nuevo la vida aquí, lejos de la familia, se les hace una cuesta arriba tremenda. Con su español tosco, han bastado un par de expresiones esbozadas para transmitir el dolor de vivir lejos de casa no por propia voluntad, sino por necesidad. Prefieren pasar las vacaciones aquí y sobrevellar el, sin duda, amargo momento de la Navidad nostálgica, que la enorme carga de volver a vivir una vez más la pérdida brusca de la compañía de la gente que amas, de la tierra que comprendes y donde te sientes en tu sitio.

Hay gente que tiene por patria el mundo, y que hace de cualquier lugar su casa, que vive en el desarraigo porque así siente su libertad, y que parte de nuevo cuando se nota esclavo de sus afectos. Pero otros no son así, y han de abandonar su sitio para buscar la vida lejos. La inmigración es un tema complejo y doloroso, pero a menudo se olvida este aspecto, el del inmigrante que no viene aquí por gusto, el que se deja el alma a medio mundo de distancia, el que daría gustoso la mitad de su paraíso conquistado por poder volver y vivir dignamente entre los suyos.

miércoles, 10 de diciembre de 2008

En las cuevas

Hubo un tiempo en la vida de mis padres, ya casados, con un hijo muy pequeño, en su vida de emigrantes rurales en Madrid, en que vivieron en una cueva. Cuando me enteré, me pareció escalofriante, tremendo. Pero ellos lo cuentan con total normalidad. La habían excavado ellos mismos, con sus propios picos y palas, y tenían sus habitaciones, sus puertas, sus comodidades, era un sitio limpio, habitable, no pasaban frío, aunque mi hermano casi no lo cuenta cuando se le cayó el techo encima. Pero no dejaba de ser un cueva, como vivían los hombres de la Edad de Piedra. Estaba situada en donde hoy circula el metro en la línea 5, entre Eugenia de Montijo y Aluche, en ese tramo al descubierto, pensadlo la próxima vez que paséis por allí. Se veía el cementerio y la cárcel, supongo.

No recuerdo haber visto ninguna fotografía de aquella época que me resulta imposible de imaginar. Es poco probable que exista alguna foto, no creo que tuvieran dinero para cámaras. Pero no deja de chocarme, el pensar que aquello fue en la generación familiar anterior a la mía. Yo, que he crecido sin que me falte de nada, que tengo un nivel de vida acomodado, acostumbrado a unos mínimos que incluye un coche, aire acondicionado, gas, electrodomésticos, y a unos mínimos "culturales" también, no estoy a más de un paso de una cueva, básica, primigenia.

Aquel niño que casi muere aplastado fue maestro, el friki que nacería años después, bibliotecario, el salto que se ha dado entre una generación y otra da el vértigo que se siente al contemplar dos mundos opuestos, pero que tienen como inicio la humildad y el esfuerzo de la casa robada a la dura tierra con las manos desnudas. Creo que nunca debo de perder esa valiosa perspectiva, creo que tengo la obligación de trasmitirla a H. y a A., que vienen detrás, y nada saben de humedades, de tierra pisada, de cuevas. Tengo que contárselo y esperar que estos tiempos tan negros que se vienen encima no signifiquen una vuelta literal o metafórica a las cuevas.