martes, 10 de enero de 2012

Alonso

En el juego de roles que era/es las clases de lo que entonces se llamaba EGB, a Alonso le tocó un papel incómodo. Tecnológicamente a años luz de nosotros, chico de familia probablemente adinerada perdido en un cole público de barrio muy humilde, le tocó destacar. Una tarde nos invitó a su casa a los dos amigos cercanos que tenía, y nos mostró su ordenador, un Amstrad de última tecnología, con el que hacía algo que hoy se llamaría diseño gráfico, que entonces se hacía con líneas que hoy no se ven ni en un tele-sketch. En clase, conocidas sus habilidades tecnológicas, una vez el profesor, igual o más ignorante que nosotros en esos asuntos, le animó a dar una charla sobre los ordenadores. Recuerdo que empezó diciendo: "Un ordenador es una máquina tonta que no vale para nada". Del resto no me acuerdo, pero de la frase sí, y aún sigue siendo cierta.

En una visita que hicimos al Madrid de los Austrias, hizo el recorrido con una grabadora, a la que hablaba en susurros repitiendo las palabras del guía. Se añadía a este componente friki o geek, por usar palabras que nada significaban en aquella Prehistoria, una condición física especial: era un tipo grande, con sobrepeso, con gafas. Un buen tipo, que soñaba con construir cohetes, sacaba buenas notas, hablaba de ciencia-ficción y que tenía el desagradable papel de ser diferente, algo que entre chavales no se perdona.

No le recuerdo esencialmente dolido por su situación y por las burlas que recibiera, que tampoco es que fueran horribles o continuas, pero algo debía de haberle hecho mella, porque le volví a ver bastantes años después, ya en la etapa universitaria. Me reconoció él a mí, porque nunca lo hubiera hecho yo: había perdido muchísimo peso, tenía un aspecto, una manera de vestir, más acorde, más proporcionado, más normal, vaya. Me alegró mucho verlo y le dije. "Hombre, Alonso, qué tal te va?". "No me llames Alonso. Prefiero Fernando". Esa fue la clave. En la EGB le conocíamos por su apellido, pero ahora elegía el nombre para darse a conocer. Entonces fue cuando supe cuánto le habían dolido esos años de pequeñas burlas: cuando uno se cambia el nombre, es que algo ha pasado, es que empiezas de nuevo, es que eres otra persona.

Alguna vez he intentado buscar qué ha sido de él, pero imaginaros, con ese nombre y ese apellido, Google me inunda de datos despreciable sobre cierto astro del deporte, cuyas hazañas me interesan mucho menos que mi las de mi antiguo amigo.