sábado, 31 de diciembre de 2011

Despedida

No creais que no he escrito nada este último mes por desidia. He tenido cosas que contar, arranques de esos furibundos, pero me ha faltado conjuntar esos despeños creativos con posibilidad material de ponerme a escribir. Creo que seguiré dando guerra al menos un año mas, con más desvaríos. Así que por lo tanto, que tengais un feliz 2012 y que disfrutéis de todo lo que tengais a vuestro alcance.

lunes, 28 de noviembre de 2011

Tratado sobre la felicidad

En el anhelo humano constante y continuo de la búsqueda de la felicidad, a menudo nos olvidamos del aspecto tan subjetivo que tiene. Lo que voy a contaros aquí es una visión personal de la felicidad, que creo que es una construcción mental, basada en unos pocos hechos objetivos. Esa construcción mental está determinada por un sistema personal o heredado de valores, pero también por un ejercicio consciente de auto-conocimiento y de reflexión.

A lo que voy, la apreciación de la felicidad, fuera de unos mínimos obvios universales (de salud, de libertad, de recursos), se debe en mi opinión a una capacidad personal de apreciarla y de asirla. He visto demasiado a menudo a personas destinadas a ser infelices una gran parte de su tiempo, como he conocido a otras predispuestas a la fantasía y a la sonrisa. En muchos casos creo que la felicidad no es un estado, es una actitud.

La insatisfacción, esa que nos persigue a los humanos, a todos, viene muchas veces por una percepción errónea de la felicidad como un estado continuo e inalterable de esa especie de bienestar ordenado que parece ser. En mi opinión, en cambio, la felicidad es un estado intermitente de momentos, que dura lo que un caramelo, lo que dura un atardecer, lo que dura un paseo, o un beso, o un rayo de sol. Este post está escrito mentalmente hace un par de meses. En ese momento, dejo a Amalia y a los chicos en un parque a las afueras de un pequeño pueblo de las afueras de Madrid. Me alejo a buscar el coche, y mientras percibo el calor agradable del mediodía, ese calor de octubre que acaricia y en el que se pueden distinguir un rayo del siguiente, se levanta una brisa de olor de encina; atrás quedan las risas y las carreras porque la brisa al fin acaba de levantar la humildísima cometa. Ese momento de simple y llana felicidad, que es siempre un punto absurda e ingenua, se me queda grabado en algún sitio innombrable del cerebro. Ya forma parte del diccionario de neuronas, y de allí en adelante cuando quiero acordarme de lo que es la felicidad vuelvo a caminar en dirección al pueblo, que duerme tranquilo la siesta.

lunes, 7 de noviembre de 2011

La muerte legendaria

Desde las más lejanas, en olvidados rincones de una geografía extremeña de matojos y sedientos descampados, de pueblos tostándose al sol o atravesados por vientos esteparios, a las más cercanas, ya en el Madrid que crecía desordenado a golpe de inmigrante o en el actual, indefinido y en busca constante de sí mismo, las muertes de mi familia han caido siempre del lado de lo oscuro y difuminado, de los datos incoherentes, nunca basados en el diagnóstico de un médico o alrededor de la sala de un hospital, sino en interpretaciones subjetivas que las relacionaban a la vida cotiidana, buscando explicaciones, sentenciosas a menudo, sobre el por qué alguien se ha muerto.

Siempre en casa, al desamparo de los cuidados profesionales, con más atención a la sabiduría popular y ancestral, o a la propia intuición, bien haya sido en agonía o súbitamente, los relatos de mis padres sobre las muertes antiguas o presentes han caido a menudo en el terreno de lo legendario o de lo siniestro, muchas veces del absurdo, dignas de algún rincón del Macondo de García Márquez.

Mi abuela materna murió en el campo, mientras mi madre estaba en una escuela brutal y descuidada. La muerte de mi abuelo se perdió atrás en el tiempo, con lo cual su horfandad fue así, brusca y sin explicación. No soy capaz de encontrar una explicación a esta primera muerte, unas veces fueron fiebres, otros gases, otros dolores misteriosos, otras veces un misterioso atropello.

La de mi abuelo paterno fue más extraña. De nuevo algo súbito, de pocas horas. La explicación médica nunca me ha llegado, mis padres o la desconocen o la despreciaron, despachado por frases lapidarias: "se le reventó una tripa" o algo así. Otra explicación la enlazan con una serie de sustos y extrañas combinaciones de alimentos y esfuerzos.

Otras muertes de tíos están relacionadas con rabia hacia la injusticia. Médicos que no acuden a la cita porque están haciendo la siesta, o están en casa del terrateniente, doctores que despachan como gases dolencias que son mortales, desprecio hacia la causa del pobre, beneficiencia que a menudo fue carnicería o indolencia. Y había que estar agradecido; aún nos extrañamos ahora del predicamento que ganó en tiempo el curandero, el chamán de aldea, el santón: a algo había que agarrarse.

Otras muertes, las más recientes, tienen algo de sacrificio, de último perdón, de súbitas y ya perdurables reconciliaciones que nos hacen ver al que hace poco era un incordio, una molestia, un ser incómodo o desagradable, como alguien digno de compasión y de un último esfuerzo, hermosas historias de postrero entendimiento.

sábado, 8 de octubre de 2011

Contradicciones, claro

A veces no sé si soy un optimista incurable o un pesimista escondido. A veces creo que las personas en particular son todas buenas, pero como sociedad el resultado es desastroso. A veces creo que las cosas van a ir bien y otras que la decadencia del ser humano es imparable.

A veces creo que me gusta viajar, y otras que los viajes de verdad murieron en el XIX.

A veces creo que soy un ser superior a todos, y otras creo que soy un desastre absoluto, un fraude y un embaucador.

A veces me inunda la confianza. Otras la inseguridad me hace temblar.

A veces añoro las vidas que no he tenido. Y otra veces creo que he tenido la mayor de las fortunas, que soy rico y afortunado.

En la tele ponen un programa de esos de gente que vive en un país que no es el suyo, lejos de casa. Es sobre Londres. Salen algunos chicos jóvenes, con talento, con éxito, con una vida intensa, especial. Todos parecen felices. Cuando veo alguno de estos jóvenes, quiero que mis hijos sean como ellos. Que se marchen lejos, que empiecen de cero. Estoy deseando verles mayores, hablar con ellos, ver cómo tropiezan, ayudarles cuando sufran, quizá enseñarles alguna cosa. Apago la luz, me voy a la cama, pero siempre paso por su habitacíón, a verles dormir. Ahí están, indefensos, dependientes, vulnerables. No quiero verles crecer, quiero que sean así, me encanta verles correr, adoro cuando se paran y me buscan con la mirada, cerciorándose de que estoy a su lado. Para siempre.

P.D.: Gracias a Marina y Elena por sus comentarios al post anterior. Todo ha salido bien. Mi padre recupera la vista día a día, aunque sigue igual de burro.

miércoles, 7 de septiembre de 2011

El ojo ciego

Los ojos de los ancianos son de naturaleza acuática. Apenas parecen tener densidad, tener masa de cuerpo sólido, siempre temerosos de licuarse del todo, de volverse río, a veces lloran sin querer, les cae una o dos lágrimas que añaden drama al misterio de envejecer. Los ojos de los ancianos tienen la cualidad de poder mirar traspasando las barreras del tiempo y del espacio. Se detienen en un punto fijo, y entonces te sientes desaparecer, en tu lugar surgen antiguas imágenes de sitios que ya no existen, de muertos que vuelven a habitar el mundo, y que por un segundo son más reales que nosotros, vuelven a ver calles, campos y gentes que nuestra torva y contaminada imaginación recrea en blanco y negro.

El ojo derecho de mi padre tiene una catarata profunda, que hace que asomarse a su ojo sea como asomarse a una sima terrible y lóbrega. A su consistencia acuática de anciano de casi 80 años, se le añade ahora una textura como de gasa, azulada en su caso. A los ancianos se les van poniendo los ojos pequeños y dulces, ingenuos y temerosos. Desde que sabemos que tiene esta catarata, le miro el ojo con frecuencia. La catarata está tan avanzada, que solo ve por este ojo destellos y luces. Casi no se le distingue la pupila, todo está de un tenue color azul, y le da a su mirada un aspecto más ausente y atolondrado. Me explicaba el otro día la obra que le proyectó hace unos años a su nuero en su casa de campo. Con las manos iba volviendo a poner las guías desde tirar lo que serán las paredes, como salva los desniveles que provoca la dura roca berroqueña imposible de levantar. El ojo ciego y el bueno ya no ven la mesa, ven con precisión de geómetra las líneas que trazó, los escalones que visionó.

Hoy al fin, le operaron el ojo, intentando salvar lo que se pueda. Si pierde el ojo, solo será su culpa, puesto que solo él sabe los años que lleva sin ver bien y sin decir palabra, dominado por un miedo atávico y ancestral a los médicos y a las medicinas, cuyo origen nos es difícil de rastrear y cuya función no comprendemos. Otro resto más de una vida dura de miedo y pelea, esa que mi padre raramente recuerda y de la que pocas veces habla, sin hacer uso de ese ojo, ya de anciano, que taladra el mismo tiempo y lo vuelve del revés.

miércoles, 27 de julio de 2011

En la atalaya

En los alrededores de la Dehesa del Príncipe, en Cuatro Vientos, se extiende una amplia y árida meseta, hoy cruzada por la M-40. Son, o eran, terrenos militares, lindantes con el aeródromo y los antiguos cuarteles de Campamento. Esos terrenos eran dominio de mi padre y de su bicicleta hasta que la aparición de vallas, carreteras, centros comerciales, excavadoras y una violenta caida en una zanja acabaron con sus excursiones. Aún se le puede ver por ahí hoy algún día, a pie, recogiendo cardillos cuando llega la estación si su cuerpo se lo permite. Cuando aún trabajaba, después de cinco duros días de andamios y cemento, aún le quedaban energías para desaparecer en esos terrenos baldíos y solitarios que solo a él le parecían gustar. Se marchaba bien temprano, y hasta pasada la hora de comer no regresaba. Esa vena solitaria y antisocial que, en mayor o menor medida, nos recorre a los Santos varones como una herencia o marca eterna.

Yo me aficioné a esas latidudes bien avanzada la adoslescencia, en buena medida por mi tardanza en aprender a montar en bicicleta. Después inicié mis exploraciones por la zona, descubrí el arroyuelo insignificante que lo cruzaba, pequeños claros entre los árboles donde tomar el bocadillo y, más allá, la ciudad fantasma que una vez fue decorado de una serie ambientada en la guerra civil (en el mismo sitio donde hoy se levanta el conglomerado que tiene como presuntuoso nombre Ciudad de la Imagen). Y aún más allá, pasada lo que entonces era la carreterita que llevaba a Boadilla, prometedores lejanías de caminos, que se podían recorrer con cuidado de no topar con los cuartes de la OTAN. No llegué a recorrer todo ni mucho menos, en seguida el progreso y las voraces excavadoras empezaron a ponerle puertas al campo.

En la parte más cercana, estaba mi lugar favorito. Se trataba de un pequeño altozano, al que había que subir con mucho esfuerzo (según mi estado de forma, con la bici debajo o al lado). Arriba siempre corría el aire libre y se estaba fresquito. Coronaba el alto uno de esos postes blancos, con un poyete en el que te podías sentar. La vista era tremenda, se tenía todo Madrid al alcance de la vista. En primer término, la Casa de Campo y el Parque de Atracciones, más allá Torre España, a la derecha, la Almudena y el Palacio Real, y los entresijos del adorable Madrid imborrablemente provinciano y picaresco. A la izquierda, el Madrid moderno y frío, borbónico, coronado por la Torre Picasso y las torres KIO. Aún no existían los cuatro altares al dios inmobiliario que hoy son el techo de la ciudad. De derecha a izquierda, una lección de historia, un viaje de la humildad a la arrogancia, de los paños y mantones a las capas y las gafas de sol, de la zarzaparrilla a las drogas de diseño.

Allí me lamentaba de los males de amores, allí pensaba sobre el futuro, allí tomaba el bocadillo, allí rumiaba vagos planes de porvenir, allí pensaba en los peligros, allí engendraba sueños que no puedo recordar sin sonrojo, allí tomaba el trago de agua, y de allí bajaba, tan inocente como antes de subir, tan inexperto como antes, tan poco sabio, tan ingenuo, tan silvestre, tan libre.

domingo, 17 de julio de 2011

Fettes y McFarlane

En los inicios de la ciencia médica y de la anatomía, allá a mediados del XIX, algunos científicos no podían esperar el lento proceder de la ciencia oficial que se practicaba en las cátedras universitarias. Se embarcan entonces en un lucrativo negocio ex-cátedra, erigiendo sus propias aulas extraoficiales en las que se disecciona en vivo cadáveres, mostrando a los estudiantes y curiosos, en sesiones más cercanas a la feria que a la ciencia, el funcionamiento del cuerpo humano. Una monstruosidad, quizá, pero fueron ellos los que cimentaron el hambre de conocimiento verdadero, fundado en la experiencia y en métodos que hoy consideraríamos científicos, pero desde luego poco éticos.

Algunos de esos estudiantes voraces, por una cantidad extra, podrían poner sus manos aprendices sobre el sujeto, sobre todo en ciertas partes consideradas más interesantes, la cabeza, el corazón, los genitales.... Los ayudantes del científico jefe se consideran más afortunados que los que están cursando la ciencia oficial, que se ha quedado detenida en vetustos manuales de olor medieval. Los jóvenes Fettes y MacFarlane, que trabajan para el gabinete del famoso y algo fúnebre doctor K, son dos de ellos.

Su trabajo consiste en preparar las clases magistrales del doctor, tanto en el aspecto organizativo como en el "técnico". El éxito es tal que se llega a un punto en el que existe un atasco: no hay suficientes cadáveres. Es entonces cuando estos ayudantes buscan la colaboración de rateros y maleantes de barrio, que buscan en los cementerios los próximos involuntarios contribuyentes de la ciencia. A ambos les parece un procedimiento limpio de cualquier tipo de culpa, al fin y a cabo, están haciendo un servicio a la humanidad y a la modernidad, son mártires elegidos para el progreso, y a nadie le causa daño.

Una noche, Fettes, que vive un momento de dinero y prestigio, que gusta de las noches locas en los nebulosos prostíbulos de Londres, recibe a los patibularios maleantes que son sus proveedores. Se queda helado cuando descubre que el nuevo sujeto es una bella chica de la calle con la que estuvo la última noche, por lo demás perfectamente sana. Sus sospechas empiezan a ser horribles, la perspectiva de estar propiciando asesinatos selectivos para su negocio le revuelve las tripas, ha traspasado su umbral de culpa. Le cuenta sus dudas a Macfarlane, el cual se muestra entonces frío, despiadado, y le reprocha a Fettes su hipocresía, el hecho de que nunca se haya molestado en preguntarse cómo es que siempre había un cadáver disponible cuando hacía falta.

Todo esta historia viene a cuento por lo que escribí hace unas semanas acerca de la culpa y el crimen. Esta historia, macabra y luctuosa, ilustra mucho mejor de lo que yo pueda escribir lo que quise decir, cómo hechos que nos pueden parecer detestables pueden encontrar su justificación según los tiempos, circunstancias, y según las personas. ¿Cómo reaccionará Fettes a las palabras de MacFarlane? ¿Se llegará a convencer a sí mismo de que no hay nada moralmente repulsivo en lo que acaba de ver? Al fin y al cabo, son personas del duro arroyo de esa época, que más pronto o más tarde morirán de sífilis, de tuberculosis, de una riña con navajas. ¿No es un final mucho más noble un sacrificio en el altar de la ciencia, cuyos descubrimientos son la base de la medicina moderna, que tantas vidas salva todos los días, gracias en buena medida a la perfección de los conocimientos anatómicos?

Si queréis saber el desenlace solo teneis que leer el cuento "The body snatchers" del escocés Robert Louis Stevenson, de donde he sacado esta historia.

sábado, 18 de junio de 2011

Volveréis

A veces es un suceso brusco, brutal, un abrazo homicida, o una muerte anunciada, aunque el último suspiro, si bien sabido, sea siempre sorprendente por lo definitivo e irreversible. Otras veces, para mí las más enigmáticas, es un suceso o contrariedad nimio, una molestia, un pequeño accidente. Conducen ambos a recordarnos la fragilidad de la existencia, el deterioro inevitable y certero de las condiciones que nos procuran esa estabilidad y regularidad que muchos tomamos por lo más cercano a la felicidad.

Durante unos instantes, que a veces son breves pero otras veces se prolongan, sentimos el ahogo de ver pasar la vida. Al fin, más o pronto o más tarde concluiremos que es esta textura de pompa de jabón, este milagro en dulce equilibrio que llamamos vida, el que da a nuestras horas más preciosas el valor aquilatado que a menudo pasamos por alto. Las desgracias, los golpes, los obstáculos, son la oportunidad que se nos ofrece de valorar los momentos pasados pero también nos deberían abrir los receptores de la felicidad en el futuro, para que cuando inevitablemente sigamos adelante abramos los ojos y disfrutemos del fino tejido, de la gasa vaporosa que son las horas felices que se nos conceden.

Sufriréis, lloraréis, volveréis vuestros ojos acuosos y sin miradas al vacío, pero volveréis, el aliento vital volverá, lo tenemos escrito en cada célula, somos máquinas diseñadas para levantarnos una y otra vez, la caricia del sol y de la brisa os volverá a estremecer, la risa estallará un día, al fin liberada de su mordaza, el brillo de vuestra piel y la chispa de vuestros ojos volverá a iluminar a los que os rodean, a los que dependemos de vosotros, porque un día no muy lejano necesitaremos también de la certeza de vuestra presencia y de vuestro apoyo.

Un abrazo para SS, MJ, y me temo que para TD.

lunes, 30 de mayo de 2011

El melón

Igual que los americanos hacen una fiesta, un rito y una tradición de trinchar el pavo, yo propongo que el primer melón de la temporada sea instituido como fiesta familiar. No conozco alimento entre los habituales de nuestra mesa más evocador que este humilde habitante del suelo y la tierra, que vive agazapado, alejado del señorío de la tomatera y de la elegancia del árbol frutal, que allí donde está el duro y casi seco suelo almacena y macera el escaso agua que le rodea, y nos lo ofrece como néctar delicioso, nos brinda ese zumo dulce que es el que anuncia el verano.

Con estos primeros mordiscos, con el agua exhuberante que se derrama golosamente por la barbilla, este heraldo de las vacaciones es el portador de las tardes perezosas, de las brisas vespertinas y las noches tórridas. A mí este año me ha traído invariablemente el recuerdo de las tardes de hace ya casi un año en Cambrils, de la enorme playa casi desierta, de los juegos en inocente desnudez de A. y H. alrededor de montañas, de cuevas, de piedras planas amontonadas sin propósito, pero que adquieren constancia de tesoro de piratería a sus ojos aún no acostumbrados al infinito del mar. Cerca de nosotros, un grupo de gaviotas, ese pájaro desproporcionado y algo brutal, golpean con su pico en la tierra húmeda de la marea que se retira, buscando pequeñas presas.

El caprichoso cono del melón nos trae en sus azúcares los pies descalzos, la cerveza helada, el gazpacho, la horchata, esos días en su mayor parte inservibles por el calor, esas brisas que son la misma gloria cuando al fin aparecen, ese sueño que no apetece disfrutar. Ese primer mordisco, ese primer melón ya rugoso y viejo es el primer fuego del verano, y se merece su fiesta, sus ritos, su arte para cortarlo (que no es una suerte sencilla), sus manuales y sus anécdotas, sus campeones, sus maestros y sus delfines, su mundo al fin.

Postdata: Un beso para Ale, que se merece el mejor verano que exista

lunes, 2 de mayo de 2011

El delito y la culpa

Mentir, exagerar o tergiversar en una declaración al seguro, no declarar el IVA o no pedirlo, descargarse un último estreno de Internet; mentir, impostar, incluso falsificar en la declaración de la renta, aparentar, buscar el truco, engañar, para conseguir ese cole para tus hijos o esa beca o ayuda. El límite moral auto-impuesto con el que necesitamos vivir parece que está seriamente dañado. Nosotros, las personas honradas, los inofensivos, los pacíficos, habitualmente pergeñamos, inventamos, planeamos, pequeñas mentiras, breves delitos, miro a mi alrededor y veo a la gente que quiero que falsea si dudarlo, que rompe la moral, la ética, la solidaridad de la conviviencia con inocentes pero lesivas irregularidades.

Vivimos cada vez más en una sociedad donde lo ilegal está por doquier; bien es cierto que nos atan bien corto, los gobiernos cada vez más prohíben, persiguen, amenazan, castigan, inventan nuevas ofensas, ya sea con el tabaco, con las fotos sacadas sin permiso, con la música de las bodas y las fiestas. Pero cada uno de nosotros estamos siendo, a diario, sin conciencia, a veces sin saberlo, pequeños criminales. Ha desaparecido también el remordimiento, siquiera a veces la reflexión, casi nadie se plantea el orden moral en el que encajar nuestros pecados y mentiras: para todo encontramos una justificación, una coartada. Las más comunes y viles son las que aluden a la generalidad del delito, a su inevitabilidad, a "si no lo hago, otro vendrá detrás y lo hará", como si el propio respeto, ese íntimo que no se publicita ni necesita demostraciones hubiera ya muerto para siempre. Otras justificaciones sí intentan darle un fondo social y político, una especie de justicia universal, o una inevitabilidad, un "me empujan a hacerlo", o creemos estar haciendo lo justo, o que nuestro daño no es tal. Revendemos nuestra casa 20 veces más de lo que la compramos, porque si no estaríamos haciendo el primo, o no podríamos dar el salto a una nueva casa, o es el precio de mercado.

Nuestros escrúpulos han muerto hasta cierto punto. Nos parece intolerable lo que roban los políticos y los cargos públicos, lo que ganan los banqueros, las maquinaciones de las multinacionales, lo que contamina el medio ambiente, el que tira un papel en el campo, el que compra mercancía robada a sabiendas, y por supuesto el atracador, el terrorista. No sospechamos que todos, a su vez, tienen una coartada, un por qué, una justificación en la recámara, un "la sociedad me ha empujado", "estoy devolviendo una injusticia o un golpe", "no me queda otro remedio", "si no lo hago yo lo hará otro", "yo solo cumplo órdenes". La culpa, el sentimiento de culpa, ha desaparecido también, se ha diluido en una sociedad enorme y compartida, está en la nube, es una culpa 2.0.

P.S.: Mirad bien que escribo en plural, nosotros, me temo que estoy en el juego, más de lo que hubiera gustado pensar, yo también he fabricado excusas, he traicionado algunos límites que no pensaba superar, que me están haciendo daño, pero que sospecho que van a pasar, olvidados, arropados, camuflados, enterrados entre el desastre moral general.

sábado, 26 de marzo de 2011

Los excéntricos

Los papeles del ilusionista es la primera novela que escribió Miguel Sánchez-Ostiz, hace ya unos 30 años. Entre las asuntos que trata la novela está el de la nostalgia por un tiempo pasado que no fue mejor. Los pocos seguidores que tiene este blog sabrán que es un tema que me es cercano y querido. Entre los personajes del pasado del personaje central del libro está el tío Estanislao, que vive prácticamente encerrado en la casona familiar, un destino que invariablemente repiten generación tras generación por razones diversas.

Las pocas veces que Estanislao baja al pueblo e intenta reanudar alguna de sus viejas amistades, estos hacen como que ya no se acuerdan de él, lo ignoran, le dan largas, o simplemente se mofan de él. Viajero, soñador, emprendedor de mil negocios legales e ilegales, buscador de fortuna, emprendedor de disparatados proyectos, capaz de abandonarlo todo por perseguir algún sueño pasajero que no le lleve a ningún sitio, ha fracasado en todos sus empeños. El pueblo le desprecia porque él, a su vez, ha despreciado la vida normal del pueblo: la fábrica, el campo, algún matrimonio humilde, más cuestión de supervivencia y apoyo que amor; Estanislao es un excéntrico, en su sentido más literal.

La reflexión a la que me ha llevado este pasaje es que he crecido en una familia que hubiera estado del lado del pueblo; no exagero si me defino un tipo conservador, alérgico a los riesgos, más ahorrador que liberal en el uso del dinero, poco amigo de empresas estrafalarias, que mira con asombro a esos personajes que lo abandonan todo y se van a vivir como sea, con lo puesto, al otro lado del mundo. Admirable, pero creo que yo no sería capaz, me retienen muchas cosas, y si no existieran, me inventaría otras.

Creo que algo he avanzado con respecto a mi generación anterior, a mis padres. Ellos directamente mostrarían desconfianza o quizá desprecio al que hace alguna locura, algo no razonable pero que sala a la busca de su propia vida. En el mundo en el que crecieron ellos la estabilidad era el bien más preciado, el imposible, y probablemente no entiendan que alguien deje sus estudios o un puesto de trabajo por hacerse dibujante, estudiar cine, irse a vivir a Australia, dar clases de español en China, yo qué se. No sé qué cara pondré si alguno de los míos me sale con alguna de esas, pues aunque ahora siento admiración por aquellos que han perseguido con firmeza algún sueño por lejano que me sea, tolero muy mal la inconstancia y la fragilidad.

lunes, 7 de marzo de 2011

Un salto hacia adelante

Los profesionales de la nostalgia no nos contentamos con mirar el pasado, añorando tiempos que probablemente no fueron mejores, pero sí irrecuperables y entera y eternamente nuestros. Los artistas del recuerdo ejercitamos también la nostalgia del presente, imaginándonos a nosotros mismos en el futuro recordando los tiempos presentes; tenemos un detector de materia apta para el recuerdo cuando la vemos pasar.

A mí me está pasando ahora, con mis niños, el mayor de los cuales está en trance de dar uno de esos saltos hacia adelante, a punto ya de mudar la piel de niño pequeño. Al mismo tiempo que nunca he añorado su etapa de bebés, ya siento en las carnes el dolor de recordar la etapa cándida de este final de la niñez más primeriza. Me pasa cuando veo los chavalotes, gansos maleducados y desganados, desorientados, desacompasados, eternamente aburridos; duele ver por dónde necesariamente han de pasar; lo voy a llevar muy mal.

Antes de llegar a esa etapa, tiene que venir otra, que tiene que estar a punto de llegar, en la que rechacen el cariño paterno en público, en la que no duerman abrazados sin complejos a Leo y a Suave o en la que ver pasar un tren o un avión no sea un noticia destacable. Siento ya la nostalgia lacrimosa de recordar esta vocecita que razona buscando explicaciones sencillas a las cosas del mundo, que se asombra con la boca abierta, que escucha las explicaciones de su inmensamente sabia madre acerca del funcionamiento de las cosas.

Sé que vendrán nuevas épocas con otras cosas que me mantendrán ocupado, con nuevas evoluciones, con una relación más compleja con los niños, pero añoraré la sencillez de los juegos tontos, del juego que puede dar un charco convertido en piscina o lago, de la pasión por contemplar cualquier animal, de que te obliguen a ver con ojos nuevos la realidad que la rutina o la prisa hacen que habitualmente la pases por alto.

jueves, 3 de febrero de 2011

Un tren, hace 50 años

Debió ser un tren de los que echaba humo y carbonilla, de los que cuando se entraba en un túnel, se hacía la oscuridad. El compartimento general, el de tercera, debía de tener bancos de madera clavados al suelo, de madera también probablemente. Las luces debían ser carburos, sujetas a las paredes; un revisor de cara alargada pasaría de cuando en cuando mirando con desprecio a los alborotadores pueblerinos camino de la gran ciudad.

El tren hacía el recorrido de Badajoz a Madrid en más de 10 horas, con muchas paradas. En ese tren, que hizo buena parte del recorrido de noche, viajaba mi madre hace poco más de 50 años. Viajaba con una papeleta blanca, que al parecer era la autorización para que una menor viajara sola en tren y llegara a Madrid. Ese papel era su más preciada posesión, el no tenerlo significaba problemas, la vuelta forzada a un pueblo donde la vida era ya muy difícil. Huérfana, obligada a dejar los estudios, los bocados del hambre no podían con la energía de unos 16 años valientes y curtidos. Siempre dispuesta a la fiesta, acostumbrada a las largas caminatas en busca de los bailes en los pueblos vecinos, habituada al trato campechano, desinhibido pero honesto con jóvenes de su edad, no era una timorata y asustada niña de provincias la que estaba en ese tren en compañía de su amiga.

Pero la inquietud debía de estar allí. El dolor y el pesar al echar la vista atrás y recordar cómo había perdido a sus padres en unos pocos años, aniquilados por enfermedades que no eran otras al final que el hambre y el trabajo duro. En Madrid esperaba la pariente de un pariente, que trabajaba en una casa en el servicio doméstico, la posibilidad de un trabajo en alguna familia, limpiando o cuidando niños en el mejor de las casos. La visión de una ciudad grande, oscura y anónima, que tragaba y digería todos los días oleadas de emigrantes del campo no debía de pasar por su mente llena de optimismo.

El viaje resultó de todo menos aburrido. La coincidencia en el gran y diáfano vagón con una escuadra de reclutas que volvían de un permiso amenizó la noche. No pararon las canciones y las bromas. En mi imaginación no es muy difícil ver aquellas caras antiguas, casi sin expresión todavía, casi puedo oir las palmas, respirar el humo de los tabardillos infumable de los soldaditos, quién sabe si alguna picaresca insinuación, alguna inocente broma picante.

Al llegar a Madrid, ya amanecía tímidamente. Como para acentuar el contraste con la árida y siempre sedienta tierra de Badajoz, una tremenda nevada cubría el Madrid de los tranvías, que aún se despertaba a mitad de la noche con la pesadilla aún no olvidada de los bombardeos. Ya en la ciudad, desconocido aún para ella, dormitaba con sus jóvenes manos ya gruesas y llenas de sabañones mi padre, en alguna habitación compartida con otros muchos refugiados de aquella España que ya era vieja y antigua. Con paciencia, con humildad, en aquella ciudad primigenia ya estaba todo preparado para nosotros, la siguiente generación, que creceríamos ajenos a aquellos trenes de museo, surcando y ahumando el vacío campo de Castilla.

lunes, 10 de enero de 2011

Los profesionales

En el mundo viral e hiperconectado en el que vivimos, las palabras son contagiosas, como la gripe. Así se ponen insoportablemente de moda, se escuchan por todos lados, y el significado original queda lejos, ignorado a veces. Esta prostitución de la palabra (eso de palabras prostituidas es a su vez un modismo del que estoy infestado), que queda para siempre vapuleada, hasta que venga otra que la sustituya, es un fenómeno tan antiguo como el lenguaje, con la particularidad de que el mundo tecnológico actual todo es amplificado y electrizante.

Una palabra que ya ha sido prostituida y reducida a un mero epíteto sin apenas significado es "profesional". Destinada en algún tiempo a calificar a ese especialista dedicado por entero a una profesión, a practicarla con respeto por sus códigos y sus clientes, ha devenido en un lugar común para definir a cualquier zafio ganapán, a cualquier aprovechadizo de la ignorancia de los objetos, que son cada vez más sencillos y más crípticos. En definitiva, califica sin posibilidad de discernimiento al esforzado obrero que está al día, que se toma en serio y con cariño un campo al que dedica toda su vida laboral, y al vulgar mercenario que busca sacar tajada a cualquier precio, sin importar el beneficio real del cliente, ni siquiera la calidad del trabajo, a simplemente al trabajador poco o mal formado, que se dedica a lo que pilla, contratado por un empresario al que tampoco le importa que el servicio al cliente sea de calidad, sino que sea barato.

Y así pasa que es suicida ir a un taller sin referencias esperando que te den alguna opinión realista de tu coche, que venga un "profesional" a casa a reparar algo, y que lo haga en el tiempo acordado, y sin querer cambiar de repente toda la instalación, imposible encontrar un pescadero que te corte las piezas sin hacer una carnicería, y así. He estado cerca de casos como estos demasiado a menudo para no creer que esto es un signo de los tiempos y del país.

En resumen, no hagais mucho caso de la publicidad que anuncia profesionales por doquier porque es tan falsa como el resto de la publicidad normal, excepto mi cuñado, que no es un profesional, es un artista que hace reformas. En la última, el dueño de la casa hacía visitas guiadas para enseñar su baño reformado.