lunes, 7 de noviembre de 2011

La muerte legendaria

Desde las más lejanas, en olvidados rincones de una geografía extremeña de matojos y sedientos descampados, de pueblos tostándose al sol o atravesados por vientos esteparios, a las más cercanas, ya en el Madrid que crecía desordenado a golpe de inmigrante o en el actual, indefinido y en busca constante de sí mismo, las muertes de mi familia han caido siempre del lado de lo oscuro y difuminado, de los datos incoherentes, nunca basados en el diagnóstico de un médico o alrededor de la sala de un hospital, sino en interpretaciones subjetivas que las relacionaban a la vida cotiidana, buscando explicaciones, sentenciosas a menudo, sobre el por qué alguien se ha muerto.

Siempre en casa, al desamparo de los cuidados profesionales, con más atención a la sabiduría popular y ancestral, o a la propia intuición, bien haya sido en agonía o súbitamente, los relatos de mis padres sobre las muertes antiguas o presentes han caido a menudo en el terreno de lo legendario o de lo siniestro, muchas veces del absurdo, dignas de algún rincón del Macondo de García Márquez.

Mi abuela materna murió en el campo, mientras mi madre estaba en una escuela brutal y descuidada. La muerte de mi abuelo se perdió atrás en el tiempo, con lo cual su horfandad fue así, brusca y sin explicación. No soy capaz de encontrar una explicación a esta primera muerte, unas veces fueron fiebres, otros gases, otros dolores misteriosos, otras veces un misterioso atropello.

La de mi abuelo paterno fue más extraña. De nuevo algo súbito, de pocas horas. La explicación médica nunca me ha llegado, mis padres o la desconocen o la despreciaron, despachado por frases lapidarias: "se le reventó una tripa" o algo así. Otra explicación la enlazan con una serie de sustos y extrañas combinaciones de alimentos y esfuerzos.

Otras muertes de tíos están relacionadas con rabia hacia la injusticia. Médicos que no acuden a la cita porque están haciendo la siesta, o están en casa del terrateniente, doctores que despachan como gases dolencias que son mortales, desprecio hacia la causa del pobre, beneficiencia que a menudo fue carnicería o indolencia. Y había que estar agradecido; aún nos extrañamos ahora del predicamento que ganó en tiempo el curandero, el chamán de aldea, el santón: a algo había que agarrarse.

Otras muertes, las más recientes, tienen algo de sacrificio, de último perdón, de súbitas y ya perdurables reconciliaciones que nos hacen ver al que hace poco era un incordio, una molestia, un ser incómodo o desagradable, como alguien digno de compasión y de un último esfuerzo, hermosas historias de postrero entendimiento.

1 comentario:

Brujitecaria dijo...

Ricardo, la muerte es siempre un arcano legendario, y una soledad que brota entre los vivos.
En mi familia también ha habido muertes míticas (tita I. se murió de pena cuando murió el primo R.) y la muerte es siempre injusta, infame y despiadada.
Pero la memoria hace a los muertos eternamente vivos en nosotros, mientras duremos.