miércoles, 27 de julio de 2011

En la atalaya

En los alrededores de la Dehesa del Príncipe, en Cuatro Vientos, se extiende una amplia y árida meseta, hoy cruzada por la M-40. Son, o eran, terrenos militares, lindantes con el aeródromo y los antiguos cuarteles de Campamento. Esos terrenos eran dominio de mi padre y de su bicicleta hasta que la aparición de vallas, carreteras, centros comerciales, excavadoras y una violenta caida en una zanja acabaron con sus excursiones. Aún se le puede ver por ahí hoy algún día, a pie, recogiendo cardillos cuando llega la estación si su cuerpo se lo permite. Cuando aún trabajaba, después de cinco duros días de andamios y cemento, aún le quedaban energías para desaparecer en esos terrenos baldíos y solitarios que solo a él le parecían gustar. Se marchaba bien temprano, y hasta pasada la hora de comer no regresaba. Esa vena solitaria y antisocial que, en mayor o menor medida, nos recorre a los Santos varones como una herencia o marca eterna.

Yo me aficioné a esas latidudes bien avanzada la adoslescencia, en buena medida por mi tardanza en aprender a montar en bicicleta. Después inicié mis exploraciones por la zona, descubrí el arroyuelo insignificante que lo cruzaba, pequeños claros entre los árboles donde tomar el bocadillo y, más allá, la ciudad fantasma que una vez fue decorado de una serie ambientada en la guerra civil (en el mismo sitio donde hoy se levanta el conglomerado que tiene como presuntuoso nombre Ciudad de la Imagen). Y aún más allá, pasada lo que entonces era la carreterita que llevaba a Boadilla, prometedores lejanías de caminos, que se podían recorrer con cuidado de no topar con los cuartes de la OTAN. No llegué a recorrer todo ni mucho menos, en seguida el progreso y las voraces excavadoras empezaron a ponerle puertas al campo.

En la parte más cercana, estaba mi lugar favorito. Se trataba de un pequeño altozano, al que había que subir con mucho esfuerzo (según mi estado de forma, con la bici debajo o al lado). Arriba siempre corría el aire libre y se estaba fresquito. Coronaba el alto uno de esos postes blancos, con un poyete en el que te podías sentar. La vista era tremenda, se tenía todo Madrid al alcance de la vista. En primer término, la Casa de Campo y el Parque de Atracciones, más allá Torre España, a la derecha, la Almudena y el Palacio Real, y los entresijos del adorable Madrid imborrablemente provinciano y picaresco. A la izquierda, el Madrid moderno y frío, borbónico, coronado por la Torre Picasso y las torres KIO. Aún no existían los cuatro altares al dios inmobiliario que hoy son el techo de la ciudad. De derecha a izquierda, una lección de historia, un viaje de la humildad a la arrogancia, de los paños y mantones a las capas y las gafas de sol, de la zarzaparrilla a las drogas de diseño.

Allí me lamentaba de los males de amores, allí pensaba sobre el futuro, allí tomaba el bocadillo, allí rumiaba vagos planes de porvenir, allí pensaba en los peligros, allí engendraba sueños que no puedo recordar sin sonrojo, allí tomaba el trago de agua, y de allí bajaba, tan inocente como antes de subir, tan inexperto como antes, tan poco sabio, tan ingenuo, tan silvestre, tan libre.

4 comentarios:

Brujitecaria dijo...

Hola, Silvestre Santos. Ese sitio que dices es un buen miradero de este Madrid tan nuestro y tan ajeno, que algún día me gustaría ver.
Y a mi me pasa un poco como a los Santos varones, que a veces me gusta recogerme en mi misma y a ser posible cerca de árboles y de naturaleza.
Me ha gustado tu entrada de hoy. Felicidades

Anónimo dijo...
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Anónimo dijo...
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Anónimo dijo...
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