Yo no me casé por amor. Me casé por no pensar. Me casé para ahorrarme el calcular si el paso burocrático más nimio hubiera sido más sencillo de haber estado casado. La que es hoy mi mujer tuvo que ir al registro civil unos días después de dar a luz, y con un tiempo de mil demonios, porque yo no era su marido y no podía ir en representación de los dos. El Defensor del Pueblo me explicó que eso se hacía por seguridad jurídica. Es decir, yo no era un sujeto de fiar si aparecía un día por allí y decía: este hijo es mío, y esta señora de la foto es su madre. Con un documento oficial expedido por un fedatario público en el que asegura que somos una pareja estable con propósito de familia, esa horrible sospecha hubiera desaparecido. Le escribí al buen Defensor que no veía la diferencia.
Ya varios años de casado, mi opinión ha variado ligeramente. Ser soltero a ojos del Estado me ha valido algún disgusto, pero también alguna ventaja. Estar casado y con dos hijos me ofrece una comodidad sobre todo de pensamiento, como ya he dicho. Pero a la conclusión a la que he llegado es que el matrimonio es necesario. La Administración, que recauda y reparte lo recaudado, necesita instrumentos que parcelen adecuadamente a sus administrados, para poder hacer su labor de un modo idealmente más equitativo. Si reparte ayudas, concesiones, asigna recursos, se necesita saber las unidades mínimas en que se divide la sociedad, calcular con exactitud lo que ganan, es decir, lo que reciben de la sociedad, y lo que, por tanto, la sociedad les debe. Es un instrumento teóricamente útil, defendible desde este punto de vista.
Pero bajo este punto de vista, para mí el único válido de defensa de esta institución a nivel de vida civil, el Estado necesita saber cualquier asociación de personas, cualquier unidad económica, sustantivada en una unidad de residencia, y un propósito de compartición de recursos. Esto es, el matrimonio no es la unión de un hombre y una mujer. Es la unión de cualesquiera personas que deciden ser lo que los teóricos de la macroeconomía llaman unidad productiva, y que es la base del ciclo del dinero: los que lo gastan, y los que lo reciben, en un circuito que pasa por las empresas que invierten y el Estado que redistribuye con ideales de equidad y justicia. El amor, como podéis suponer, no tiene nada que ver con esto.
jueves, 29 de abril de 2010
jueves, 8 de abril de 2010
Este maldito invento del demonio
Qué extraño que ahora me haya acordado. Quizá lo que brevemente me atrajo de ella, en una época en la que estaba yo desubicado constantemente (a ver, debía ser por 1989 o 1990), era su aire desdibujado o igualmente fuera de sitio. Un día, mientras jugábamos al fútbol los colegas, mi amiguete Rubén la vió pasar y dijo, "Mira, una mujer de 15 años". La verdad es que vestía con ropas poco juveniles, como si la hubiera robado la ropa a su madre.
Tenía una mirada muy dulce, y unos ojos casi grises de expresión soñadora. Hablaba poco y bajito, tenía la piel muy clara y pecas, estaba bastante descolocada en aquella batalla de hormonas que debía ser una clase de quinceañeros. Era una niña asustada, con apariencia de mujer. Llevaba el pelo largo, recogido como si fuera una señora de un anuncio de los años 60. Mis recuerdos me la rodean con un aura difuminada como si saliera de alguna vieja película. Yo no estaba lo que se dice colado por ella, pero hubo un momento en que me gustaba, porque yo me imaginaba que teníamos afinidades en común. Yo estaba en proceso de reconversión o algo así, y nos imaginaba a ambos perdidos buscando nuestro rumbo. ¡Qué cobarde y qué poca sangre tenía yo por entonces! El curso acabó y nunca más volví a saber de ella.
Y hoy me mira desde el Facebook, con una ancha sonrisa algo bobalicona, lo que la obliga casi a cerrar los ojos que casi no se le ven. Su aspecto es bastante juvenil, por contrario, tiene el pelo más largo, algo más salvaje, lo que la favorece. No se informa nada del resto de su vida. Pero está su cara poco cambiada, que me llama desde una cueva de 20 años en el tiempo, a aquella época primaveral de caos y frustración y energía y misterio. Por un momento el ratón se pasea por la opción de "enviar un mensaje", y luego pienso que qué leche hago yo pensándolo siquiera y cierro este invento del demonio.
Tenía una mirada muy dulce, y unos ojos casi grises de expresión soñadora. Hablaba poco y bajito, tenía la piel muy clara y pecas, estaba bastante descolocada en aquella batalla de hormonas que debía ser una clase de quinceañeros. Era una niña asustada, con apariencia de mujer. Llevaba el pelo largo, recogido como si fuera una señora de un anuncio de los años 60. Mis recuerdos me la rodean con un aura difuminada como si saliera de alguna vieja película. Yo no estaba lo que se dice colado por ella, pero hubo un momento en que me gustaba, porque yo me imaginaba que teníamos afinidades en común. Yo estaba en proceso de reconversión o algo así, y nos imaginaba a ambos perdidos buscando nuestro rumbo. ¡Qué cobarde y qué poca sangre tenía yo por entonces! El curso acabó y nunca más volví a saber de ella.
Y hoy me mira desde el Facebook, con una ancha sonrisa algo bobalicona, lo que la obliga casi a cerrar los ojos que casi no se le ven. Su aspecto es bastante juvenil, por contrario, tiene el pelo más largo, algo más salvaje, lo que la favorece. No se informa nada del resto de su vida. Pero está su cara poco cambiada, que me llama desde una cueva de 20 años en el tiempo, a aquella época primaveral de caos y frustración y energía y misterio. Por un momento el ratón se pasea por la opción de "enviar un mensaje", y luego pienso que qué leche hago yo pensándolo siquiera y cierro este invento del demonio.
domingo, 4 de abril de 2010
Sir James Black (1924-2010)
La semana pasada pude leer por casualidad el obituario de la muerte de este científico escocés, hasta entonces para mí desconocido. De familia media tirando a humilde, pudo estudiar en la universidad gracias a una beca, y gracias a su talento y esfuerzo consiguió puestos importantes como profesor. En lugar de proseguir una cómoda y lucrativa carrera académica, como era la costumbre en los años 60, se decidió por la investigación en una modesta compañía farmaceútica. Allí descubrió dos importantísimos fármacos: los beta-bloqueantes, que inhiben la acción de la adrenalina, muy utilizados para las dolencias cardíacas (que habían acabado con la vida de su padre), y la cimetidina, contra las úlceras sangrantes. Ambos medicamentos obtuvieron ganancias millonarias para la empresa para la que trabajaba. No llegó a puestos directivos, ni los quiso: una vez más, en vez de vivir de las rentas y el prestigio, fundó una modesta y laboriosa organización sin ánimo de lucro para estudiar la diabetes y ciertos tipos de cáncer. Su pasión no era el dinero ni la fama, de la que rehuyó constantemente, pese a recibir un merecido Nobel en 1988.
Semejante persona (me resisto a usar la maltratada palabra "héroe") que ha salvado la vida de millones de personas y las seguirá salvando aún muerto, pasaría a nuestro lado sin enterarnos, quizá le empujaríamos sin querer en la batalla diaria del metro, cambiaríamos quizá de canal si algún programa se atreve a hablarnos de él y, en definitiva, será olvidado pasado mañana si no lo ha sido ya. Todo esto suena inevitablemente demagógico, pero no puedo evitar sentir rabia cuando nos hemos pasado meses llorando a Michael Jackson y Cristiano Ronaldo es poco menos que una deidad urbana, y eso hablando de gente que al menos trabaja o ha trabajado. Pero los héroes reales, que han trabajado con talento, esfuerzo o suerte para el bien común, aun cuando haya sido en el seno de una malvada compañía farmacéutica, no son reconocidos más que en oscuras menciones suecas o pesados tratados médicos. Todo esto tiene una explicación sencilla y terrible, que a todos se nos aplica, y que carece de solución: nuestro interés se halla irremediablemente centrado en lo trivial, que es lo que nos hace vivir o soñar. No cabe duda de que necesitamos héroes, siempre los hemos necesitado, pero nuestros héroes son la medida de nuestros anhelos, el espejo directo de nuestra talla moral e intelectual como sociedad. Y ahí vamos muy, muy mal parados, me temo.
Semejante persona (me resisto a usar la maltratada palabra "héroe") que ha salvado la vida de millones de personas y las seguirá salvando aún muerto, pasaría a nuestro lado sin enterarnos, quizá le empujaríamos sin querer en la batalla diaria del metro, cambiaríamos quizá de canal si algún programa se atreve a hablarnos de él y, en definitiva, será olvidado pasado mañana si no lo ha sido ya. Todo esto suena inevitablemente demagógico, pero no puedo evitar sentir rabia cuando nos hemos pasado meses llorando a Michael Jackson y Cristiano Ronaldo es poco menos que una deidad urbana, y eso hablando de gente que al menos trabaja o ha trabajado. Pero los héroes reales, que han trabajado con talento, esfuerzo o suerte para el bien común, aun cuando haya sido en el seno de una malvada compañía farmacéutica, no son reconocidos más que en oscuras menciones suecas o pesados tratados médicos. Todo esto tiene una explicación sencilla y terrible, que a todos se nos aplica, y que carece de solución: nuestro interés se halla irremediablemente centrado en lo trivial, que es lo que nos hace vivir o soñar. No cabe duda de que necesitamos héroes, siempre los hemos necesitado, pero nuestros héroes son la medida de nuestros anhelos, el espejo directo de nuestra talla moral e intelectual como sociedad. Y ahí vamos muy, muy mal parados, me temo.
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