En el anhelo humano constante y continuo de la búsqueda de la felicidad, a menudo nos olvidamos del aspecto tan subjetivo que tiene. Lo que voy a contaros aquí es una visión personal de la felicidad, que creo que es una construcción mental, basada en unos pocos hechos objetivos. Esa construcción mental está determinada por un sistema personal o heredado de valores, pero también por un ejercicio consciente de auto-conocimiento y de reflexión.
A lo que voy, la apreciación de la felicidad, fuera de unos mínimos obvios universales (de salud, de libertad, de recursos), se debe en mi opinión a una capacidad personal de apreciarla y de asirla. He visto demasiado a menudo a personas destinadas a ser infelices una gran parte de su tiempo, como he conocido a otras predispuestas a la fantasía y a la sonrisa. En muchos casos creo que la felicidad no es un estado, es una actitud.
La insatisfacción, esa que nos persigue a los humanos, a todos, viene muchas veces por una percepción errónea de la felicidad como un estado continuo e inalterable de esa especie de bienestar ordenado que parece ser. En mi opinión, en cambio, la felicidad es un estado intermitente de momentos, que dura lo que un caramelo, lo que dura un atardecer, lo que dura un paseo, o un beso, o un rayo de sol. Este post está escrito mentalmente hace un par de meses. En ese momento, dejo a Amalia y a los chicos en un parque a las afueras de un pequeño pueblo de las afueras de Madrid. Me alejo a buscar el coche, y mientras percibo el calor agradable del mediodía, ese calor de octubre que acaricia y en el que se pueden distinguir un rayo del siguiente, se levanta una brisa de olor de encina; atrás quedan las risas y las carreras porque la brisa al fin acaba de levantar la humildísima cometa. Ese momento de simple y llana felicidad, que es siempre un punto absurda e ingenua, se me queda grabado en algún sitio innombrable del cerebro. Ya forma parte del diccionario de neuronas, y de allí en adelante cuando quiero acordarme de lo que es la felicidad vuelvo a caminar en dirección al pueblo, que duerme tranquilo la siesta.
lunes, 28 de noviembre de 2011
lunes, 7 de noviembre de 2011
La muerte legendaria
Desde las más lejanas, en olvidados rincones de una geografía extremeña de matojos y sedientos descampados, de pueblos tostándose al sol o atravesados por vientos esteparios, a las más cercanas, ya en el Madrid que crecía desordenado a golpe de inmigrante o en el actual, indefinido y en busca constante de sí mismo, las muertes de mi familia han caido siempre del lado de lo oscuro y difuminado, de los datos incoherentes, nunca basados en el diagnóstico de un médico o alrededor de la sala de un hospital, sino en interpretaciones subjetivas que las relacionaban a la vida cotiidana, buscando explicaciones, sentenciosas a menudo, sobre el por qué alguien se ha muerto.
Siempre en casa, al desamparo de los cuidados profesionales, con más atención a la sabiduría popular y ancestral, o a la propia intuición, bien haya sido en agonía o súbitamente, los relatos de mis padres sobre las muertes antiguas o presentes han caido a menudo en el terreno de lo legendario o de lo siniestro, muchas veces del absurdo, dignas de algún rincón del Macondo de García Márquez.
Mi abuela materna murió en el campo, mientras mi madre estaba en una escuela brutal y descuidada. La muerte de mi abuelo se perdió atrás en el tiempo, con lo cual su horfandad fue así, brusca y sin explicación. No soy capaz de encontrar una explicación a esta primera muerte, unas veces fueron fiebres, otros gases, otros dolores misteriosos, otras veces un misterioso atropello.
La de mi abuelo paterno fue más extraña. De nuevo algo súbito, de pocas horas. La explicación médica nunca me ha llegado, mis padres o la desconocen o la despreciaron, despachado por frases lapidarias: "se le reventó una tripa" o algo así. Otra explicación la enlazan con una serie de sustos y extrañas combinaciones de alimentos y esfuerzos.
Otras muertes de tíos están relacionadas con rabia hacia la injusticia. Médicos que no acuden a la cita porque están haciendo la siesta, o están en casa del terrateniente, doctores que despachan como gases dolencias que son mortales, desprecio hacia la causa del pobre, beneficiencia que a menudo fue carnicería o indolencia. Y había que estar agradecido; aún nos extrañamos ahora del predicamento que ganó en tiempo el curandero, el chamán de aldea, el santón: a algo había que agarrarse.
Otras muertes, las más recientes, tienen algo de sacrificio, de último perdón, de súbitas y ya perdurables reconciliaciones que nos hacen ver al que hace poco era un incordio, una molestia, un ser incómodo o desagradable, como alguien digno de compasión y de un último esfuerzo, hermosas historias de postrero entendimiento.
Siempre en casa, al desamparo de los cuidados profesionales, con más atención a la sabiduría popular y ancestral, o a la propia intuición, bien haya sido en agonía o súbitamente, los relatos de mis padres sobre las muertes antiguas o presentes han caido a menudo en el terreno de lo legendario o de lo siniestro, muchas veces del absurdo, dignas de algún rincón del Macondo de García Márquez.
Mi abuela materna murió en el campo, mientras mi madre estaba en una escuela brutal y descuidada. La muerte de mi abuelo se perdió atrás en el tiempo, con lo cual su horfandad fue así, brusca y sin explicación. No soy capaz de encontrar una explicación a esta primera muerte, unas veces fueron fiebres, otros gases, otros dolores misteriosos, otras veces un misterioso atropello.
La de mi abuelo paterno fue más extraña. De nuevo algo súbito, de pocas horas. La explicación médica nunca me ha llegado, mis padres o la desconocen o la despreciaron, despachado por frases lapidarias: "se le reventó una tripa" o algo así. Otra explicación la enlazan con una serie de sustos y extrañas combinaciones de alimentos y esfuerzos.
Otras muertes de tíos están relacionadas con rabia hacia la injusticia. Médicos que no acuden a la cita porque están haciendo la siesta, o están en casa del terrateniente, doctores que despachan como gases dolencias que son mortales, desprecio hacia la causa del pobre, beneficiencia que a menudo fue carnicería o indolencia. Y había que estar agradecido; aún nos extrañamos ahora del predicamento que ganó en tiempo el curandero, el chamán de aldea, el santón: a algo había que agarrarse.
Otras muertes, las más recientes, tienen algo de sacrificio, de último perdón, de súbitas y ya perdurables reconciliaciones que nos hacen ver al que hace poco era un incordio, una molestia, un ser incómodo o desagradable, como alguien digno de compasión y de un último esfuerzo, hermosas historias de postrero entendimiento.
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