He tenido a S. en mi grupo de juegos matemáticos en el cole. No soy un experto en educación infantil ni en sicología, pero ella vive en un mundo distinto. Juega con nosotros, pero se esfuma enseguida, tengo que animarla, al final acaba tirando el dado y yo muevo su ficha. Cuando hay que anotar números o algo, ella ocupa su papel con dibujos y garabatos. Escribe unas letras que parecen hebreas, muy similares, como si repitiera el mismo motivo una y otra vez. El primer día cogió un berrinche porque no jugamos al juego que ella quería. Estuvo todo el tiempo llorando, tirada en el suelo, hasta que le soltó una patada a un niño. Tiene el umbral de frustración muy bajo, como dice su profesora con elegancia.
Pega. El año pasado era peor, era el pequeño terror de su clase. Este año está más moderada, pero tiene su genio. La llegada de otros elementos aún más marginales que ella la ha dejado en un segundo plano. Yo esperaba encontrarme con una niña violenta, y me he encontrado con un pequeña ida, en un mundo aparte. Es muy cariñosa conmigo, y me abraza cuando me ve, desde el día en que la vimos en un parque y estuvimos jugando con ella, haciendo el ganso. Los niños adoran ver a los adultos hacer el bobo. Después de un rato preguntándome dónde estaban su padres, los encontramos, a buena distancia del parque, con unos amigos, unas cervezas. Su madre está esquelética, el padre siempre tiene la cara roja, con las huellas inconfundibles de excesos, de decadencias. Quién sabe qué ha visto esta niña.
A. es un niño corriente, pacífico, más bien callado, pero es buen tipo. Es amigo de mi hijo, como la anterior, pero está en el extremo opuesto. La madre es encantadora, de origen francés, simpática, graciosa en algún momento. No es de extrañar que H. le haya invitado a su gran fiesta de cumpleaños. Pero no van a venir, porque su religión se lo impide. Adventistas o algo así. Están en contra de los cumpleaños, de la felicidad en la Tierra, de todo lo que les separe de su pureza en la relación con Dios o algo así. En clase, celebramos el cumpleaños de H. con presencia de los padres, y llevamos gelatinas, patatas, gusanitos, una mini fiesta de 40 minutos, con música. A. debe esperar en la clase deal lado. Su carita se asomó un momento a la puerta, a ver cómo iba la fiesta que a él le está vedada.
Y así va el mundo. Recibimos y transmitimos no solo nuestros genes, sino nuestros miedos, nuestros prejuicios, nuestra visión, nuestros odios. La vida, leí en alguna parte, es una enfermedad de transmisión sexual. Los niños son una tabla rasa sin apenas libertad de acción. Queremos conducirles por el camino correcto, evitar que tropiecen, sin comprender que necesitan equivocarse y herirse y levantarse. O bien desde el principio son condenados a luchar más que nadie, a bailar sobre un alambre sobre el precipicio.
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5 comentarios:
Pena tremenda por esos niños cuyas carencias están predestinadas: A. y su futuro amor desaforado a las fiestas, S. y su deseo permanente de un orden en su vida demasiado azarosa...
Pero la vida es más grande y fuerte y tira de nosotros y nos lleva a querer lo que queremos querer, y a superar estos primeros obstáculos.
Al final, a estos niños le quedaran algunos adultos haciendo el ganso y otros a los que habrá que amar a pesar de sus caras desvastadas.
Esos locos bajitos... joder, vaya historias. Y lo malo es que seguro que en algun aspecto, nosotros que parecemos ser normales, seguro que tenemos algun integrismo oculto que les sacamos vete a saber cuándo.
Buena entrada que hace pensar. Yo también tengo un hijo (8 años ahora) y tendemos a sobreprotegerlos, aunque me temo que es algo inevitable. En fin, nadie te enseña a ser padre y hay que procurar hacerlo lo mejor posible. Borgo.
Es inevitable que dejemos huella en nuestros hijos, aunque sea como un negativo fotográfico, cuando crecen en oposición a lo que somos. Los casos que comento son un poco límites, pero totalmente reales. Y en el caso de S., me he quedado corto, por pudor.
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