viernes, 8 de octubre de 2010

Escena en un hospital

Es un hospital público, con habitación compartida; el derecho a la intimidad del paciente, a llevar su enfermedad, que en ocasiones se siente como deshonrosa y humillante, de una manera oculta y privada, no tiene mucha importancia, es de los primeros que se apartan cuando entra en consideración la masificación o los presupuestos. Sano aunque sea acompañado, se deduce. El anciano entra; se cabeza mira ya eternamente hacia abajo por alguna lesión de huesos. Va vestido como muchos ancianos de esa época, con traje y corbata, pero muy humilde, no le quita la sensación de desaliño que transmite; estos trajes, estos zapatos de rejilla son enternecedores recuerdos de una humildad orgullosa, de un hombre que sabe su lugar en el mundo y lo lleva con la cabeza alta.

Su mujer, más despierta, más activa, con los ojillos aun chisporroteando la misma energía que tuvo que tener sin pausa para tirar del carro de una familia con 4 o 5 hijos, es la paciente. Suele ocurrir en matrimonios de esa época este reparto de papeles: la mujer es el pulmón, la que toma las decisiones, la savia; el hombre, apocado y taciturno, es el tronco estable al que todos se agarran.

Lo que me hace temblar de emoción aún cuando lo recuerdo, lo que me impulsa a estar escribiendo esto, es cuando ella le ve, le señala un hueco en su cama, y le dice: "¿Qué tal, guapo? Siéntate". Me remueve quizá esa expresión tan moderna en una mujer tan mayor: el hombre acepta el adjetivo con indiferencia aparente y se sienta, besándola en la frente. Ella le cuenta sobre su salud, mientras descansa la mano en su pierna. El amor a estas alturas es algo ya irrompible. Empiezo a fantasear con esta historia de cariño de años, hasta que me doy cuenta de lo que está pasando.

El hombre está asustado, esta petrificado por el miedo. No ha superado el terror que le ha producido el súbito infarto, la hospitalización apresurada. Y aunque ella está bien, y pronto volverá a casa, le sigue alterando su propia presencia en el hospital y la perspectiva de quedarse solo, sin ese pulmón que siempre ha estado alumbrando su existencia tan gris como sublime, ya se ha quedado en su cabeza blanca quizá para siempre. Ella lo sabe, y aumenta su cariño y su familiaridad, aunque sea en frente de extraños, con una naturalidad que despista en una pareja de aquellos años, solo para confortarle, para asegurarle que va a seguir a su lado, que todo va bien, que van a proseguir aún un poco más su vida de ancianitos adorables, que su unión ya es más fuerte que todo lo que les pueda suceder.

1 comentario:

Brujitecaria dijo...

Siempre me ha asombrado la química que existe entre los viejos matrimonios, ese reparto estricto de funciones: uno tira y otro afloja, uno respira y otro vive.
Y me encoge el corazón la enfermedad y la muerte de alguno de ellos. Es el amor más esencial, el que es necesario para vivir.
Suelo ser los hombres los más débiles los que menos saben sobrevivir.