En un reciente curso sobre toma de decisiones, trabajo en grupo, conflictos, comunicación, todo eso, ocurrió un hecho que me llamó poderosamente la atención. La profesora quiere hacer una demostración sobre algo que luego supimos se llama "escucha activa". Le pide a una alumna que le cuente lo que hizo el día anterior. Después, mientras ésta empieza a hablar, ella ostensiblemente empieza a mirar hacia abajo, a jugar con el boli. Al finalizar, le pregunta a su conejillo de indias qué sensaciones ha tenido mientras hacía su narración. La alumna no sabe qué contestar; la preofesora le explica que no le ha estado prestando atención, y entonces pasa a explicarnos cómo se escucha activamente a una persona.
No voy a hablar aquí hoy de la enfermedad de no escuchar, de no escuchar de verdad, plenamente, entendiendo las posturas y desentrañanado los sentimientos del otro. Es un virus muy extendido (os lo está contando una persona que se evade a sus mundos mentales en los momentos más inoportunos). Oimos sin escuchar, miramos sin ver, vamos a toda velocidad, apenas existe de verdad un mundo más allá de nuestro alcance. Afortunadamente, muchas de las personas que leen este blog parece que de momento están inmunizadas contra este virus, aunque a todo el mundo le puede suceder por causas razonables.
Lo que a mí me ha llamado la atención del experimento que os he contado antes es que la persona que hablaba apenas se ha dado cuenta de la reacción de sus palabras. Y es que este otro tema es menos conocido. Hablo de esas personas que no observan a los que escuchan, que son impermeables a las reacciones que sus palabras puedan causar, que no leen el, a veces, transparente lenguaje no verbal. Para ellos, tu aburrimiento, urgencia, cansancio, malestar, molestia u ofensa no tiene efecto. Quizá sea torpeza, ensimismamiento, miopía, insensibilidad, desconocimiento, lo que les hace inmune a los inconfundibles mensajes que reciben. Es un don de agradecer, lo mismo que el saber escuchar, el saber interpretar el efecto que causas en tu audiencia y moderar, alterar, abreviar, alargar o incluso suprimir el discurso que estés dando. Afortunadamente, también, muchos de mis lectores también tienen este don.
viernes, 29 de octubre de 2010
viernes, 8 de octubre de 2010
Escena en un hospital
Es un hospital público, con habitación compartida; el derecho a la intimidad del paciente, a llevar su enfermedad, que en ocasiones se siente como deshonrosa y humillante, de una manera oculta y privada, no tiene mucha importancia, es de los primeros que se apartan cuando entra en consideración la masificación o los presupuestos. Sano aunque sea acompañado, se deduce. El anciano entra; se cabeza mira ya eternamente hacia abajo por alguna lesión de huesos. Va vestido como muchos ancianos de esa época, con traje y corbata, pero muy humilde, no le quita la sensación de desaliño que transmite; estos trajes, estos zapatos de rejilla son enternecedores recuerdos de una humildad orgullosa, de un hombre que sabe su lugar en el mundo y lo lleva con la cabeza alta.
Su mujer, más despierta, más activa, con los ojillos aun chisporroteando la misma energía que tuvo que tener sin pausa para tirar del carro de una familia con 4 o 5 hijos, es la paciente. Suele ocurrir en matrimonios de esa época este reparto de papeles: la mujer es el pulmón, la que toma las decisiones, la savia; el hombre, apocado y taciturno, es el tronco estable al que todos se agarran.
Lo que me hace temblar de emoción aún cuando lo recuerdo, lo que me impulsa a estar escribiendo esto, es cuando ella le ve, le señala un hueco en su cama, y le dice: "¿Qué tal, guapo? Siéntate". Me remueve quizá esa expresión tan moderna en una mujer tan mayor: el hombre acepta el adjetivo con indiferencia aparente y se sienta, besándola en la frente. Ella le cuenta sobre su salud, mientras descansa la mano en su pierna. El amor a estas alturas es algo ya irrompible. Empiezo a fantasear con esta historia de cariño de años, hasta que me doy cuenta de lo que está pasando.
El hombre está asustado, esta petrificado por el miedo. No ha superado el terror que le ha producido el súbito infarto, la hospitalización apresurada. Y aunque ella está bien, y pronto volverá a casa, le sigue alterando su propia presencia en el hospital y la perspectiva de quedarse solo, sin ese pulmón que siempre ha estado alumbrando su existencia tan gris como sublime, ya se ha quedado en su cabeza blanca quizá para siempre. Ella lo sabe, y aumenta su cariño y su familiaridad, aunque sea en frente de extraños, con una naturalidad que despista en una pareja de aquellos años, solo para confortarle, para asegurarle que va a seguir a su lado, que todo va bien, que van a proseguir aún un poco más su vida de ancianitos adorables, que su unión ya es más fuerte que todo lo que les pueda suceder.
Su mujer, más despierta, más activa, con los ojillos aun chisporroteando la misma energía que tuvo que tener sin pausa para tirar del carro de una familia con 4 o 5 hijos, es la paciente. Suele ocurrir en matrimonios de esa época este reparto de papeles: la mujer es el pulmón, la que toma las decisiones, la savia; el hombre, apocado y taciturno, es el tronco estable al que todos se agarran.
Lo que me hace temblar de emoción aún cuando lo recuerdo, lo que me impulsa a estar escribiendo esto, es cuando ella le ve, le señala un hueco en su cama, y le dice: "¿Qué tal, guapo? Siéntate". Me remueve quizá esa expresión tan moderna en una mujer tan mayor: el hombre acepta el adjetivo con indiferencia aparente y se sienta, besándola en la frente. Ella le cuenta sobre su salud, mientras descansa la mano en su pierna. El amor a estas alturas es algo ya irrompible. Empiezo a fantasear con esta historia de cariño de años, hasta que me doy cuenta de lo que está pasando.
El hombre está asustado, esta petrificado por el miedo. No ha superado el terror que le ha producido el súbito infarto, la hospitalización apresurada. Y aunque ella está bien, y pronto volverá a casa, le sigue alterando su propia presencia en el hospital y la perspectiva de quedarse solo, sin ese pulmón que siempre ha estado alumbrando su existencia tan gris como sublime, ya se ha quedado en su cabeza blanca quizá para siempre. Ella lo sabe, y aumenta su cariño y su familiaridad, aunque sea en frente de extraños, con una naturalidad que despista en una pareja de aquellos años, solo para confortarle, para asegurarle que va a seguir a su lado, que todo va bien, que van a proseguir aún un poco más su vida de ancianitos adorables, que su unión ya es más fuerte que todo lo que les pueda suceder.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)