Vivimos rodeados de inmensas tragedias y desastres continuos. Hablo de catástrofes, claro, y guerras, hambrunas y desastres naturales. Pero hablo también de la tragedia cotidiana, esa que leemos apenas en un periódico de sucesos, o que se menciona en un telediario, siempre rodeado de una estadística que le da contexto, que la relaciona con otros hechos con lo que nada tiene que ver, salvo el final. Nada explican esos datos, porque la tragedia es única e irrepetible y cuando golpea, tambalea y destruye.
Cuando sabes, siquiera mínimamente, más de la historia de la que cuentan los diarios, y ves que su número se suma a otros que están clasificados como el mismo tipo de tragedia, te das cuenta de que es errónea, de que esta tremenda desgracia tiene elementos únicos, personas reales, a menudo cercanas, y que los comentarios de airados lectores son injustos, desmedidos, llenos de desconocimientos.
Emitimos juicios, a todas horas, sin medida, sobre todo lo que ocurre al otro lado del mundo, o sobre nuestro vecino más cercano, del que sabemos poco más que el nombre. Juzgamos a todas horas, ponemos etiquetas, manoseamos sin pudor otras vidas y otros hechos con una ligereza nauseabunda, cínica. Habría que callarse, o dejar de pensar, pero es imposible permanecer callados, o pensar lo que se dice, y es prácticamente inalcanzable no pensar en nada. Lo único que tenemos que hacer en estos casos, amigos que sepáis de lo que hablo, es permanecer mudos ante la magnitud de la tragedia.
martes, 27 de agosto de 2013
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