Al final de "La naranja mecánica", la novela de Anthony Burgess (que por un curioso embrollo editorial conoció un involuntario final distinto en la película de Kubrick, que en nada se parece al del libro), el adolescente ultraviolento Alex se ha convertido en un inocente y asustado joven gracias a las terapias modificadoras de conducta, cuyas técnicas despiadadas matan en el joven sus ansias destructivas, pero curiosamente también aniquilan su afilada percepción de la belleza musical, cuyo sonido no puede soportar más, a su pesar.
Acosado por sus antiguos rivales pandilleros, que se han convertido en violentos y arbitrarios policías, acaba albergado en casa de un activista anti-tortura, que curiosamente fue una de las víctimas de uno de los crímenes más horrendos de Alex. F. Alexander, que así se llama este escritor, cuya obra maestra fue cercenada y destruida por el asalto del Alex ultraviolento, cobija al joven y le explica que, en el tiempo que ha pasado en la cárcel, la situación ha cambiado: el Estado, la policía, ha monopolizado la violencia, acogiendo a los antiguos pandilleros, que propinan palizas por doquier al joven que viste distinto, al que protesta. La sociedad en general está satisfecha, pese a todo: han desaparecido los jóvenes que ejercían la violencia contra pacíficos ciudadanos, y ahora la gente "normal" vive tranquila en sus casas. "La gente", dice Alexander, "sacrifica gustosamente su libertad por un poco de tranquilidad".
Gran verdad, aplicable a sociedades de todos los tiempos y lugares. Sociedades sometidas, con gusto, al capricho del dictador y de sus cuerpos de seguridad, ciegos al castigo injusto, admitiendo la tortura del disidente, con tal que la violencia oficial también acabe con el delincuente que molesta su cotidianidad, en una especie de pacto soterrado, macabro y de alguna manera mutuamente beneficioso. Solo así se explica las sociedades que añoran los años oscuros de falta de libertades, pero de seguridad callejera. Los que añoran el comunismo, los que añoran las dictaduras, las torturas y las desapariciones, los que lo perdonan todo con tal de vivir en un añorado orden, donde el ladrón es castigado, donde el perturbador desaparece, donde no hay por qué hacerse preguntas. Mi padre, cuya deriva política e intelectual no sabemos a dónde le puede llevar, comentaba que un amigo de sus bares añoraba los tiempos pacíficos y ordenados de la dictadura, donde el extranjero era extraño y en todo caso pintoresco, donde el mundo era ordenado, no era volátil, donde se sabía lo que iba a pasar mañana, donde la desviación y lo diferente estaba escondido y asustado.
viernes, 17 de mayo de 2013
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