martes, 8 de octubre de 2013

Todos los datos

En "Watchmen", la novela gráfica de Alan Moore que, a los que crecimos leyendo tebeos de superhéroes americano, nos hizo ver lo que había detrás de esos cómics y nunca quisimos ver, el personaje de Ozzymandias es un superhéroe retirado, que ha descubierto que es mucho más rentable vivir de la imagen de superhombre y su merchandising que de jugarse la vida disfrazado con un pijama. Se siente liberado de cualquier obligación moral, quizá porque sabe que es imposible cambiar un mundo abocado a la tercera guerra mundial (el conflicto ruso-americano llevado hasta el extremo en el universo distópico que plantea esta obra), desde la calle, deteniendo al ratero de turno, o al pobre científico loco, mientras los grandes poderes a los que sirve y a los que se supone defiende se rinden ante los lobbies de las industrias de la guerra, abocados al conflicto contra el otro mundo, que a su vez tiene a sus propios super campeones. Se siente liberado de su compromiso, pero no por ello está más asqueado del derrotero moral de su país, al que ama, pero por el que se siente impotente al ver como se encamina sin lucha hacia la destrucción.

Encerrado en su torre, desde el que gobierna su imperio juguetero y mediático, ejercita su poder favorito, el del análisis. Contempla las centenares de pantallas de televisión, cada una sintonizando una cadena distinta de algún lugar del mundo. Es incapaz de saber lo que pone cada una, de escuchar todos los debates, de saber con detalle lo que cuenta cada informativo, lo que vende cada anuncio, qué es lo que pasa en cada reality. No ve eso, pero ve más allá: es capaz de descifrar el hilo conductor que une todo eso, es capaz de sumarlas, y de dividirlas, y de saber sacar en producto común, el que pone en movimiento todas las pantallas, y, a través de ellas, ve, como ningún otro habitante humano es capaz de ver, a dónde va el mundo, a qué destino inexorable le conduce el conjunto de miedos, fobias, anhelos y esperanzas que son las sociedades y que dan forma al mundo.

Recientemente he asistido a un par de jornadas sobre el archivo web, esa utopía imposible, ambición loca de bibliotecarios irredentos, por conservar todo lo que el hombre piensa o ha pensado. Nunca antes como ahora se ha tenido acceso a lo que piensa cada individuo, lo que le conmueve y lo que le subleva, nunca antes ha quedado como ahora tan patente que el concepto de sociedad es un quimera, que somos un cúmulo de excepciones que coinciden arbitrariamente, pero que al mismo tiempo, en una suma infinita e inaprensible, tenemos una conciencia común, una especie de animal nocturno que acecha en cada portal y en cada casa.

Algunos valientes se han atrevido ya a intentar extraer coordenadas comunes que saquen conclusiones de todo el océano inabarcable de datos que supone Internet. Gente que analiza, que estudia, y que sumando todas las conciencias, reales o simuladas, que subimos a este nube ya tormentosa, como este blog que ahora escribo, intentan explicar lo inasible y ver, nunca afortunadamente con la estremecedora claridad que el legendario Ozzymandias, qué es lo que nos aflige y, en definitiva, a dónde se encamina en mundo.


martes, 27 de agosto de 2013

La magnitud de la tragedia

Vivimos rodeados de inmensas tragedias y desastres continuos. Hablo de catástrofes, claro, y guerras, hambrunas y desastres naturales. Pero hablo también de la tragedia cotidiana, esa que leemos apenas en un periódico de sucesos, o que se menciona en un telediario, siempre rodeado de una estadística que le da contexto, que la relaciona con otros hechos con lo que nada tiene que ver, salvo el final. Nada explican esos datos, porque la tragedia es única e irrepetible y cuando golpea, tambalea y destruye.

Cuando sabes, siquiera mínimamente, más de la historia de la que cuentan los diarios, y ves que su número se suma a otros que están clasificados como el mismo tipo de tragedia, te das cuenta de que es errónea, de que esta tremenda desgracia tiene elementos únicos, personas reales, a menudo cercanas, y que los comentarios de airados lectores son injustos, desmedidos, llenos de desconocimientos.

Emitimos juicios, a todas horas, sin medida, sobre todo lo que ocurre al otro lado del mundo, o sobre nuestro vecino más cercano, del que sabemos poco más que el nombre. Juzgamos a todas horas, ponemos etiquetas, manoseamos sin pudor otras vidas y otros hechos con una ligereza nauseabunda, cínica. Habría que callarse, o dejar de pensar, pero es imposible permanecer callados, o pensar lo que se dice, y es prácticamente inalcanzable no pensar en nada. Lo único que tenemos que hacer en estos casos, amigos que sepáis de lo que hablo, es permanecer mudos ante la magnitud de la tragedia.

viernes, 17 de mayo de 2013

Tiempos mejores

Al final de  "La naranja mecánica", la novela de Anthony Burgess (que por un curioso embrollo editorial conoció un involuntario final distinto en la película de Kubrick, que en nada se parece al del libro), el adolescente ultraviolento Alex se ha convertido en un inocente y asustado joven gracias a las terapias modificadoras de conducta, cuyas técnicas despiadadas matan en el joven sus ansias destructivas, pero curiosamente también aniquilan su afilada percepción de la belleza musical, cuyo sonido no puede soportar más, a su pesar.

Acosado por sus antiguos rivales pandilleros, que se han convertido en violentos y arbitrarios policías, acaba albergado en casa de un activista anti-tortura, que curiosamente fue una de las víctimas de uno de los crímenes más horrendos de Alex. F. Alexander, que así se llama este escritor, cuya obra maestra fue cercenada y destruida por el asalto del Alex ultraviolento, cobija al joven y le explica que, en el tiempo que ha pasado en la cárcel, la situación ha cambiado: el Estado, la policía, ha monopolizado la violencia, acogiendo a los antiguos pandilleros, que propinan palizas por doquier al joven que viste distinto, al que protesta. La sociedad en general está satisfecha, pese a todo: han desaparecido los jóvenes que ejercían la violencia contra pacíficos ciudadanos, y ahora la gente "normal" vive tranquila en sus casas. "La gente", dice Alexander, "sacrifica gustosamente su libertad por un poco de tranquilidad".

Gran verdad, aplicable a sociedades de todos los tiempos y lugares. Sociedades sometidas, con gusto, al capricho del dictador y de sus cuerpos de seguridad, ciegos al castigo injusto, admitiendo la tortura del disidente, con tal que la violencia oficial también acabe con el delincuente que molesta su cotidianidad, en una especie de pacto soterrado, macabro y de alguna manera mutuamente beneficioso. Solo así se explica las sociedades que añoran los años oscuros de falta de libertades, pero de seguridad callejera. Los que añoran el comunismo, los que añoran las dictaduras, las torturas y las desapariciones, los que lo perdonan todo con tal de vivir en un añorado orden, donde el ladrón es castigado, donde el perturbador desaparece, donde no hay por qué hacerse preguntas. Mi padre, cuya deriva política e intelectual no sabemos a dónde le puede llevar, comentaba que un amigo de sus bares añoraba los tiempos pacíficos y ordenados de la dictadura, donde el extranjero era extraño y en todo caso pintoresco, donde el mundo era ordenado, no era volátil, donde se sabía lo que iba a pasar mañana, donde la desviación y lo diferente estaba escondido y asustado.

domingo, 3 de marzo de 2013

Mucho tiempo sin decir nada

Mucho tiempo sin pasar por aquí. 2 meses. De sequía y de chispa. ¿Qué querrá decir esto? ¿Ya no tengo nada que contar sin miedo a repetirme? Los niños siguen creciendo, les siguen saliendo sentimientos nuevos, usan el vocabulario de manera intuitiva, inventando, remarcando. Me hace gracia esa transparencia en sus rodeos, a veces directamente indescifrables, pero en ocasiones claros como el agua, aunque uno a veces tenga que hacerse el tonto.

He leído libros, de los que quise escribir en su momento, pero no encontré las ganas. Hoy ya me quedan un poco más lejos y ya no estarían igual de "frescos". La familia, bien, gracias, mis padres se hacen viejos, y su lenguaje, como el de los niños, es deformado también para hacer resaltar lo que les parece evidente. En la boca de los ancianos, el lenguaje es repetitivo, insistente, ya inamovible, milenario, pero incide en lo mismo, en unos fantasmas que ya son tan reales como nosotros. En su caso, más que deformar el lenguaje, como he dicho antes, es la propia realidad la que deforman, sus recuerdos ya son falsos al día siguientes, y todo corrobora sus teorías y sus supuestos.

Y nosotros, los asustadizos adultos, en medio, aturullados, sin aliento, sin tiempo y casi ni energía, siempre sobrepasados, apagando un fuego para ver cómo se enciende otro, siempre con un soniquete sordo en la cabeza, que no escuchamos o no nos atrevemos a escuchar. Llega la noche y queremos dormirnos, no sea que nos atrevamos a pensar en lo que nos espera.