Hace algunas semanas pude ir poniendo algunas piezas más del puzle de mis antipasados, de los viajes y migraciones de mis padres y abuelos. La resistencia a hablar de aquellos duros años de trabajo de sol a sol, recuerdos que cada vez van tomando ya carácter de leyenda o mito, deformados, con el sabor de las historias lejanas en las que ya no se puede confiar.
Parece ser que lo que trajo a mi padre a Madrid desde el agreste solar extremeño no fueron estrictamente las penurias, sino una casualidad en forma de accidente laboral de mi abuelo, que le obligó a asistir a un médico de la capital. Superada la crisis, las mayores oportunidades de la metrópoli les llevaron a asentarse, trabajando como guardeses o aparceros en una finca de las afueras del susodicho doctor. Por motivos que no me quedaron claros, aquello se acabó, y mi abuelo y mi padre dieron con sus huesos en la lejana Murcia, mientras mi abuela y el resto de sus hijas menores quedaron en Madrid.
Allí, pisando uva primero y después arrancando esparto, que debe ser un trabajo extremo y extenuante, pasaron algún tiempo. Cuenta mi padre que el jornal iba casi íntegro para Madrid, y que ellos se alimentaban de pan y chocolate, para ahorrar. Cuántas imágenes del cine y la literatura se agolpan y de repente se hacen realidad. Cómo serían aquellos años para el joven de pueblo, a la sombra de un padre que a mi me ha quedado como una especie de figura legendaria y especial.
De mi abuelo no tengo recuerdos, pero sí unas peculiares grabaciones en cintas de magnetófono, en las que engarza unos monólogos, ignoro si suyos o no, a modo de chistes o historias curiosas, con un humor suave, breves relatos como aquel del potentado que le pregunta a su hijo por la profesión a la que se quiere dedicar. Tras enumerar varias, exaltando sus virtudes, el chico finalmente dice lo que quiere ser: "Papá, quiero ser hijo, hijo y nada más". Esa historia tan breve, simple e interpretable, a mi me trae recuerdos de esas edades en las que ser hijo es una profesión deseable y que parece eterna, pero que uno nunca valora, hasta que aparece la vida adulta y empieza a marearte.
Poco más se decir de mi abuelo, menos aún de los abuelos de mi madre, perdidos en los albores de la guerra, que adquieren el carácter de las fotografías borrosas y de los seres de humo, de esos que miran en las fotografías como si ya se supiesen antiguos y olvidados.
jueves, 27 de diciembre de 2012
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