Me fui en metro y en tren al hospital. Después de recibir la noticia de mi hermano, con voz urgente y parca, de que a mi madre le operaban de improviso, cogí mi abrigo y, con la noche ya caída, me fui al metro, con la intención de cruzar Madrid en tres trasbordos. Ni se me pasó por la cabeza coger el coche, que me habría puesto allí en minutos. A esas horas no habría tenido problemas de tráfico ni de aparcamiento.
No fue hasta llegar a Vallecas que no me pregunté qué estaba haciendo allí, esperando al tren, como si no hubiera prisa, como si fuera a una trivial cita. Por el camino me iba diciendo que ella estaba muy débil, si no veían los médicos que no debían tocarla, que se iba a romper a trocitos. Llegué allí con cierto miedo a salir a la calle, y a subir a la sala de espera del hospital, con temor a lo que ellos ya sabrían y yo no, con pánico a las noticias. Horas abstractas, en esa sala de espera que es como todas las salas de espera junto a quirófanos, mudas, sucias. Era una sala pequeña y absurda, con un inútil cuartito vacío dentro de ella, de apenas 4 metros cuadrados.
La operación había ido muy bien, decían, y nos apremiaban para marcharnos a casa, hasta la mañana siguiente. Cuando volví, ya de día, apenas reconocía a la anciana de la cama, pálida, enjuta, con ojos asustados pero adormecidos. Sus 80 años habían caído de repente, como un aguacero tremendo y tempestuoso, acabando con todo. En los días siguientes aparecieron el miedo a haber llegado a ese punto de no retorno en la vida de ciertos ancianos, que se deslizan en una decadencia, que se absorben, que parece que solo quieren dormir.
Hoy, con la enferma recuperada, en casa, de nuevo con sus energías, todo parece un exceso de tragedia. Recuerdo no sin vergüenza los momentos vividos, y los imaginados, los “cómo va a ser ahora todo”. Una operación bastante corriente, casi nunca grave, con pocas consecuencias. A mi alrededor, en el trabajo, asuntos y desgracias mucho más graves y penosos han pasado en estos días. Pero es lo que a uno le pasa lo que te afecta de verdad, quizá sea egoísmo, no sé, han sido unos días confusos y agotadores.
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4 comentarios:
Bueno, el dolor, la enfermedad y otra putadas de la vida son siempre igua; aunque lo nuestro sea lo que sentimos más de cerca, el dolor de los otros es también nuestro, aunque a veces lo dudemos.
Pero es nuestro yo el que coge el camino más largo y recula de algún modo y no quiere saber o llegar al hospital cuando tenemos a alguien que queremos alli. Y también el que no sabe cómo sera la vida después de seto y el que quiere recuperar un tiempo pasado que nunca supo que fue feliz.
¡Pobres bichos, los humanos!
Querido Ricardo,
poco a poco la vida nos enseña...
gracias por tu cariño,
Teresa
Yo también tengo padres mayores y cada vez que cogen un catarro se me pasa por las mientes que se puede complicar y acabar en tragedia. Y así es. No es nada raro ni insensato.
Cambiando de tema me gusta mucho tu blog. Se ve que te gusta escribir y a mí me gustará volver.
Hola, JL. Bienvenido a mi pequeño rincón, que apenas actualizo. El blog de nuestra común afición es el otro, hermano de éste.
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