Desde hace algunos meses, Italia tiene nuevo primer ministro, un economista llamado Mario Monti, no alineado con ninguno de los estrafalarios partidos de su país. El hecho de que no haya sido un gobernante elegido democráticamente es muy grave. Los partidos, conscientes de los graves momentos que se esperan, han decidido apartarse para que sea otro el que se lleve los varapalos. Los mercados, los poderes económicos, esos que han convertido a la política en algo anticuado, en un absurdo juego de sombras no muy diferentes de las discusiones de hinchas futbolísticos en un bar, parece que se han quitado la máscara y han decidido eliminar el engorroso trámite de las elecciones para poner a uno de los suyos a las riendas.
Pero hay otra lectura, no menos inquietante. Mario Monti es un economista de prestigio, educado en Yale, un hombre respetado por la comunidad de especialistas. En los pocos meses desde que llegó, la deuda italiana se ha estabilizado, y las delicadas finanzas del país parece que, al menos, no se hunden. Lo que está en juego es mucho: una posible bancarrota italiana tendria efectos desconocidos: la quiebra en cadena de otros países, de bancos y entidades financieras que dependen de ellos, y de empresas de todos los tamaños que a su vez dependen de estas. Un efecto dominó global, un escenario apocalíptico. Si alguien puede cargar con ese peso, no es Silvio Berlusconi, desde luego.
Lo que quiero decir es que el sentido común, el darle una difícil tarea a alguien que, lo hará mejor o peor, tendrá una visión y otra, pero que sin duda está capacitado, ha tenido que venir, no por un proceso democrático, sino por una imposición. Personajes como Monti, de nulo interés político, que no está interesado en prometer cosas que no puede cumplir, que no le apetecen los mítines, el meterse con el partido contrario de turno, etcétera, nunca podrían ser elegidos. Si se presentaran como cabeza de lista por algún partido, lo más triste es que probablemente serían ignorados por el electorado, siempre atento a ver cómo da en pantalla, a ver qué tal me cae, a ver si le sudan los sobacos. El gran peligro de la democracia es la libertad de que un país se vaya a la mierda por propia elección.
domingo, 19 de febrero de 2012
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