A veces no sé si soy un optimista incurable o un pesimista escondido. A veces creo que las personas en particular son todas buenas, pero como sociedad el resultado es desastroso. A veces creo que las cosas van a ir bien y otras que la decadencia del ser humano es imparable.
A veces creo que me gusta viajar, y otras que los viajes de verdad murieron en el XIX.
A veces creo que soy un ser superior a todos, y otras creo que soy un desastre absoluto, un fraude y un embaucador.
A veces me inunda la confianza. Otras la inseguridad me hace temblar.
A veces añoro las vidas que no he tenido. Y otra veces creo que he tenido la mayor de las fortunas, que soy rico y afortunado.
En la tele ponen un programa de esos de gente que vive en un país que no es el suyo, lejos de casa. Es sobre Londres. Salen algunos chicos jóvenes, con talento, con éxito, con una vida intensa, especial. Todos parecen felices. Cuando veo alguno de estos jóvenes, quiero que mis hijos sean como ellos. Que se marchen lejos, que empiecen de cero. Estoy deseando verles mayores, hablar con ellos, ver cómo tropiezan, ayudarles cuando sufran, quizá enseñarles alguna cosa. Apago la luz, me voy a la cama, pero siempre paso por su habitacíón, a verles dormir. Ahí están, indefensos, dependientes, vulnerables. No quiero verles crecer, quiero que sean así, me encanta verles correr, adoro cuando se paran y me buscan con la mirada, cerciorándose de que estoy a su lado. Para siempre.
P.D.: Gracias a Marina y Elena por sus comentarios al post anterior. Todo ha salido bien. Mi padre recupera la vista día a día, aunque sigue igual de burro.
sábado, 8 de octubre de 2011
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