Los papeles del ilusionista es la primera novela que escribió Miguel Sánchez-Ostiz, hace ya unos 30 años. Entre las asuntos que trata la novela está el de la nostalgia por un tiempo pasado que no fue mejor. Los pocos seguidores que tiene este blog sabrán que es un tema que me es cercano y querido. Entre los personajes del pasado del personaje central del libro está el tío Estanislao, que vive prácticamente encerrado en la casona familiar, un destino que invariablemente repiten generación tras generación por razones diversas.
Las pocas veces que Estanislao baja al pueblo e intenta reanudar alguna de sus viejas amistades, estos hacen como que ya no se acuerdan de él, lo ignoran, le dan largas, o simplemente se mofan de él. Viajero, soñador, emprendedor de mil negocios legales e ilegales, buscador de fortuna, emprendedor de disparatados proyectos, capaz de abandonarlo todo por perseguir algún sueño pasajero que no le lleve a ningún sitio, ha fracasado en todos sus empeños. El pueblo le desprecia porque él, a su vez, ha despreciado la vida normal del pueblo: la fábrica, el campo, algún matrimonio humilde, más cuestión de supervivencia y apoyo que amor; Estanislao es un excéntrico, en su sentido más literal.
La reflexión a la que me ha llevado este pasaje es que he crecido en una familia que hubiera estado del lado del pueblo; no exagero si me defino un tipo conservador, alérgico a los riesgos, más ahorrador que liberal en el uso del dinero, poco amigo de empresas estrafalarias, que mira con asombro a esos personajes que lo abandonan todo y se van a vivir como sea, con lo puesto, al otro lado del mundo. Admirable, pero creo que yo no sería capaz, me retienen muchas cosas, y si no existieran, me inventaría otras.
Creo que algo he avanzado con respecto a mi generación anterior, a mis padres. Ellos directamente mostrarían desconfianza o quizá desprecio al que hace alguna locura, algo no razonable pero que sala a la busca de su propia vida. En el mundo en el que crecieron ellos la estabilidad era el bien más preciado, el imposible, y probablemente no entiendan que alguien deje sus estudios o un puesto de trabajo por hacerse dibujante, estudiar cine, irse a vivir a Australia, dar clases de español en China, yo qué se. No sé qué cara pondré si alguno de los míos me sale con alguna de esas, pues aunque ahora siento admiración por aquellos que han perseguido con firmeza algún sueño por lejano que me sea, tolero muy mal la inconstancia y la fragilidad.
sábado, 26 de marzo de 2011
lunes, 7 de marzo de 2011
Un salto hacia adelante
Los profesionales de la nostalgia no nos contentamos con mirar el pasado, añorando tiempos que probablemente no fueron mejores, pero sí irrecuperables y entera y eternamente nuestros. Los artistas del recuerdo ejercitamos también la nostalgia del presente, imaginándonos a nosotros mismos en el futuro recordando los tiempos presentes; tenemos un detector de materia apta para el recuerdo cuando la vemos pasar.
A mí me está pasando ahora, con mis niños, el mayor de los cuales está en trance de dar uno de esos saltos hacia adelante, a punto ya de mudar la piel de niño pequeño. Al mismo tiempo que nunca he añorado su etapa de bebés, ya siento en las carnes el dolor de recordar la etapa cándida de este final de la niñez más primeriza. Me pasa cuando veo los chavalotes, gansos maleducados y desganados, desorientados, desacompasados, eternamente aburridos; duele ver por dónde necesariamente han de pasar; lo voy a llevar muy mal.
Antes de llegar a esa etapa, tiene que venir otra, que tiene que estar a punto de llegar, en la que rechacen el cariño paterno en público, en la que no duerman abrazados sin complejos a Leo y a Suave o en la que ver pasar un tren o un avión no sea un noticia destacable. Siento ya la nostalgia lacrimosa de recordar esta vocecita que razona buscando explicaciones sencillas a las cosas del mundo, que se asombra con la boca abierta, que escucha las explicaciones de su inmensamente sabia madre acerca del funcionamiento de las cosas.
Sé que vendrán nuevas épocas con otras cosas que me mantendrán ocupado, con nuevas evoluciones, con una relación más compleja con los niños, pero añoraré la sencillez de los juegos tontos, del juego que puede dar un charco convertido en piscina o lago, de la pasión por contemplar cualquier animal, de que te obliguen a ver con ojos nuevos la realidad que la rutina o la prisa hacen que habitualmente la pases por alto.
A mí me está pasando ahora, con mis niños, el mayor de los cuales está en trance de dar uno de esos saltos hacia adelante, a punto ya de mudar la piel de niño pequeño. Al mismo tiempo que nunca he añorado su etapa de bebés, ya siento en las carnes el dolor de recordar la etapa cándida de este final de la niñez más primeriza. Me pasa cuando veo los chavalotes, gansos maleducados y desganados, desorientados, desacompasados, eternamente aburridos; duele ver por dónde necesariamente han de pasar; lo voy a llevar muy mal.
Antes de llegar a esa etapa, tiene que venir otra, que tiene que estar a punto de llegar, en la que rechacen el cariño paterno en público, en la que no duerman abrazados sin complejos a Leo y a Suave o en la que ver pasar un tren o un avión no sea un noticia destacable. Siento ya la nostalgia lacrimosa de recordar esta vocecita que razona buscando explicaciones sencillas a las cosas del mundo, que se asombra con la boca abierta, que escucha las explicaciones de su inmensamente sabia madre acerca del funcionamiento de las cosas.
Sé que vendrán nuevas épocas con otras cosas que me mantendrán ocupado, con nuevas evoluciones, con una relación más compleja con los niños, pero añoraré la sencillez de los juegos tontos, del juego que puede dar un charco convertido en piscina o lago, de la pasión por contemplar cualquier animal, de que te obliguen a ver con ojos nuevos la realidad que la rutina o la prisa hacen que habitualmente la pases por alto.
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