lunes, 30 de mayo de 2011

El melón

Igual que los americanos hacen una fiesta, un rito y una tradición de trinchar el pavo, yo propongo que el primer melón de la temporada sea instituido como fiesta familiar. No conozco alimento entre los habituales de nuestra mesa más evocador que este humilde habitante del suelo y la tierra, que vive agazapado, alejado del señorío de la tomatera y de la elegancia del árbol frutal, que allí donde está el duro y casi seco suelo almacena y macera el escaso agua que le rodea, y nos lo ofrece como néctar delicioso, nos brinda ese zumo dulce que es el que anuncia el verano.

Con estos primeros mordiscos, con el agua exhuberante que se derrama golosamente por la barbilla, este heraldo de las vacaciones es el portador de las tardes perezosas, de las brisas vespertinas y las noches tórridas. A mí este año me ha traído invariablemente el recuerdo de las tardes de hace ya casi un año en Cambrils, de la enorme playa casi desierta, de los juegos en inocente desnudez de A. y H. alrededor de montañas, de cuevas, de piedras planas amontonadas sin propósito, pero que adquieren constancia de tesoro de piratería a sus ojos aún no acostumbrados al infinito del mar. Cerca de nosotros, un grupo de gaviotas, ese pájaro desproporcionado y algo brutal, golpean con su pico en la tierra húmeda de la marea que se retira, buscando pequeñas presas.

El caprichoso cono del melón nos trae en sus azúcares los pies descalzos, la cerveza helada, el gazpacho, la horchata, esos días en su mayor parte inservibles por el calor, esas brisas que son la misma gloria cuando al fin aparecen, ese sueño que no apetece disfrutar. Ese primer mordisco, ese primer melón ya rugoso y viejo es el primer fuego del verano, y se merece su fiesta, sus ritos, su arte para cortarlo (que no es una suerte sencilla), sus manuales y sus anécdotas, sus campeones, sus maestros y sus delfines, su mundo al fin.

Postdata: Un beso para Ale, que se merece el mejor verano que exista

lunes, 2 de mayo de 2011

El delito y la culpa

Mentir, exagerar o tergiversar en una declaración al seguro, no declarar el IVA o no pedirlo, descargarse un último estreno de Internet; mentir, impostar, incluso falsificar en la declaración de la renta, aparentar, buscar el truco, engañar, para conseguir ese cole para tus hijos o esa beca o ayuda. El límite moral auto-impuesto con el que necesitamos vivir parece que está seriamente dañado. Nosotros, las personas honradas, los inofensivos, los pacíficos, habitualmente pergeñamos, inventamos, planeamos, pequeñas mentiras, breves delitos, miro a mi alrededor y veo a la gente que quiero que falsea si dudarlo, que rompe la moral, la ética, la solidaridad de la conviviencia con inocentes pero lesivas irregularidades.

Vivimos cada vez más en una sociedad donde lo ilegal está por doquier; bien es cierto que nos atan bien corto, los gobiernos cada vez más prohíben, persiguen, amenazan, castigan, inventan nuevas ofensas, ya sea con el tabaco, con las fotos sacadas sin permiso, con la música de las bodas y las fiestas. Pero cada uno de nosotros estamos siendo, a diario, sin conciencia, a veces sin saberlo, pequeños criminales. Ha desaparecido también el remordimiento, siquiera a veces la reflexión, casi nadie se plantea el orden moral en el que encajar nuestros pecados y mentiras: para todo encontramos una justificación, una coartada. Las más comunes y viles son las que aluden a la generalidad del delito, a su inevitabilidad, a "si no lo hago, otro vendrá detrás y lo hará", como si el propio respeto, ese íntimo que no se publicita ni necesita demostraciones hubiera ya muerto para siempre. Otras justificaciones sí intentan darle un fondo social y político, una especie de justicia universal, o una inevitabilidad, un "me empujan a hacerlo", o creemos estar haciendo lo justo, o que nuestro daño no es tal. Revendemos nuestra casa 20 veces más de lo que la compramos, porque si no estaríamos haciendo el primo, o no podríamos dar el salto a una nueva casa, o es el precio de mercado.

Nuestros escrúpulos han muerto hasta cierto punto. Nos parece intolerable lo que roban los políticos y los cargos públicos, lo que ganan los banqueros, las maquinaciones de las multinacionales, lo que contamina el medio ambiente, el que tira un papel en el campo, el que compra mercancía robada a sabiendas, y por supuesto el atracador, el terrorista. No sospechamos que todos, a su vez, tienen una coartada, un por qué, una justificación en la recámara, un "la sociedad me ha empujado", "estoy devolviendo una injusticia o un golpe", "no me queda otro remedio", "si no lo hago yo lo hará otro", "yo solo cumplo órdenes". La culpa, el sentimiento de culpa, ha desaparecido también, se ha diluido en una sociedad enorme y compartida, está en la nube, es una culpa 2.0.

P.S.: Mirad bien que escribo en plural, nosotros, me temo que estoy en el juego, más de lo que hubiera gustado pensar, yo también he fabricado excusas, he traicionado algunos límites que no pensaba superar, que me están haciendo daño, pero que sospecho que van a pasar, olvidados, arropados, camuflados, enterrados entre el desastre moral general.