jueves, 31 de enero de 2008

Lo

Tengo una nueva lectora, se llama Lo. Me da mucha vergüenza que conozca esta versión solemne y plasta de mí mismo. Pero en fin, como dice ella, ¿para qué leñe escribes, si no es porque quieres que la gente te lea? Pues será verdad. (Es todo un carácter, mi querida Lo., creo que hizo la mili en el mismo cuartel que M.J.)

Bienvenida, Lo. Deja tus comentarios cuando quieras, no seas como José Luis, que nunca abre la boca.

jueves, 24 de enero de 2008

Blues de un barrio nuevo (II): La soledad era esto

Tomo prestado el título de esta novela de no se quién, [Marina, ayúdame], para explicar las sensaciones que tengo cuando salgo a correr por mi barrio a eso de las 10 de la noche, entre el viento y la lluvia fina y helada. Cuesta creer que esto es Madrid: la última vez tuve que pararme a escuchar porque no daba crédito a mis oídos: había un silencio absoluto, de bosque; de taiga siberiana más bien. Vengo de un barrio donde en la noche más desolada era imposible no escuchar el ruido de fondo del tráfico, o un timbre, o alguna conversación. Lo que se llama “calma” o “silencio” en una gran ciudad es una ficción que viene a significar un nivel de ruido ambiente más bajo de lo habitual. Es como la noción de noche. Un madrileño no sabe lo que es la noche hasta que no va al campo y descubre que la noche es un estado misterioso en el que, ¡válgame Dios!, no se ve nada.

En este barrio nuevo tampoco existe la noche, pero existe el silencio absoluto, roto únicamente por la rachas de viento. Pero las rachas de viento son parte del silencio. El viento hace el silencio. Si lo oyes, es que estás disfrutando un rato de silencio. Pero no es solo eso lo que hace la soledad.

Lo que te deja mudo y petrificado es el abandono. Paso corriendo entre edificios gigantescos que aún no están terminados. Y las ventanas sin cristales son ojos vacíos, son agujeros a las tinieblas. Las moles de granito sin alma son lo que hace la soledad. Los esqueletos de los pisos a medio construir, las siluetas de las inmensas grúas que se balancean al soplo de la borrasca. La impresión de desolación es profunda. Es como un viaje a un paisaje después de una batalla, porque además hay montañas de escombros apiladas, que cortan carreteras, hay agujeros y socavones peligrosos que parece que esconden los peligros. Hay bancos y columpios vacíos que parece que alguna vez albergaron vida, pero que yo la verán jamás.

Satisface un poco pensar que alguna vez este páramo abandonado será un lugar con vida y que el silencio de pega de la ciudad llegará aquí, pero como siempre, y es que, como ya comenté en otro post, soy un experto en el arte de echar de menos, añoraré estas carreras nocturnas de merodeador entre los escombros de una ciudad que fue y que indefectiblemente será.

martes, 15 de enero de 2008

La barrera invisible

Hace ya bastantes días, le hicimos pasar al pequeño H. una dura prueba: le destronamos de su cuna y le acostamos en su primera cama. El resultado fue bastante catastrófico. Del niño tranquilo y dormilón ha pasado al temeroso, al rebelde, al que te dice claramente “no” cuando toca irse a la cama. De repente, quedarse solo en una habitación oscura se ha convertido en un problema y cuando se despierta, la casa es un lugar enorme y misterioso.

Nuestras vidas están rodeadas de símbolos y de metafísica fácil para aquel que está dispuesto a observar y a perder el tiempo pensando. Pero la metafísica infantil es especialmente transparente. En este caso, la barrera invisible que protegía a H ha caído y los terrores del mundo penetran fácilmente a través de la noche en las profundidades de la camita. Unos simples barrotes de madera, cuya función es impedir salir, eran para él un domo de protección que mantenía al mundo y sus demonios fuera. La protección ha sido derribada y la noche y sus enigmas se han hecho dueño de la habitación. H. se siente vulnerable. Su principal demonio, con todo, es la soledad. Es desolador oirle llorar cuando comprueba que se ha quedado solo. No entiende que muy cerca, a través de la negrura, están sus padres vigilantes. No se acuerda de los interruptores y las puertas, que él maneja a la perfección cuando es de día.

El miedo que siente Héctor es atávico, es primitivo. Es el miedo del neandhertal al animal de horrorosos colmillos que acecha fuera de la cueva. Es el miedo a la lucha en solitario, al desamparo. Cuando sea mayor el mundo le seguirá dando miedo, porque nuestra vulnerabilidad y los peligros del mundo siguen ahí, y nuestra lucha contra el abandono y la soledad continúa. Pero encontrará nuevas y más resistentes barreras invisibles que lo protejan ficticiamente, como los escuálidos barrotes de su añorada cuna.